“Lo que pasó en Alemania fue que los que no hicieran nada malo se sintieron culpables, y los que hicieron todo mal (durante la dictadura de Hitler), como Adolfo Eichmann, no sintieron ninguna culpabilidad”, escribió Hannah Arendt, la gran exponente de la filosofía política del siglo 20, perseguida por los nazis, refugiada y luego prominente catedrática en Estados Unidos.
Creciendo en la Alemania de la posguerra, no entendí esta verdad tan evidente - y tan oculta. Pero cuando leí el reportaje sobre el juicio que Israel hizo al burócrata del genocidio Adolf Eichmann, se me explicó lo que siempre había sentido. Nosotros, la generación de los nacidos al final y después de la guerra, siempre supimos que algo estaba mal: nuestros padres no mostraron ningún remordimiento por los crímenes cometidos a nombre de Alemania, y nosotros, que tuvimos la suerte de nacer después, nos sentimos con la permanente obligación de explicar, de pedir disculpa, de recompensar, ante nosotros mismos, ante las víctimas, ante los países vecinos, que Alemania había invadido.
Detrás de la verdad arriba citada de Arendt está la provocativa tesis de ella sobre “la banalidad del mal”. Ella detectó que los que habían cometido crímenes de guerra y genocidios no fueron unas personas con características de monstruos o locos - fueron hombres (y también mujeres) comunes y corrientes, madres amorosas, padres responsables, que en la vida “civil” trataron bien a sus perros, sus hijos y sus vecinos. Para Hannah Arendt, esto fue hasta peor y daba aun más razón de dudar de la humanidad. Y también explicaba que los millones de militantes nazi y colaboradores de la dictadura, al terminar de la guerra, se confundieron en la masa y nadie los reconoció como criminales.
Este es el resumen del la “banalidad del mal”, revelación que a Hannah Arendt le provocó muchos enemigos. Es más fácil asumir que hay maldad, cuando sea visible y monstruosa.
Y obviamente, todos estos malos, pero "banales”, nunca sintieron ninguna culpa.
Samantha Rose Hill, quien acaba de publicar una biografía, más bien un retrato intelectual de Hannah Arendt (que ojala alguien lo traduzca del inglés al español), escribe: “para Arendt, la cuestión fue: ¿Cuál es la diferencia entre aquellos que participaron (de la dictadura y sus crímenes) y los otros, que decidieron resistir? La respuesta es: el pensar. Los que no se hicieron cómplices fueron los que se atrevieron a pensar con su propia cabeza. Y eran capaces de hacerlo por una razón: se preguntaron hasta qué punto iban a poder continuar viviendo en paz con ellos mismos, si aceptaran hacerse cómplices.”
Cito esto tan extensivamente, porque estoy convencido que esta conexión entre pensar y ética, tan crucial en varios libros y docenas de cátedras de Hannah Arendt, habla mucho también del presente de El Salvador y sobre los dilemas que todos estamos enfrentando al tener que decidir cómo comportarnos ante el surgimiento de un nuevo autoritarismo - y nuevamente con una mayoría de ciudadanos normales (“banales”, diría Hannah Arendt) apoyándolo, sin pensar - y sobre todo, sin pensar en cómo podrán vivir en paz, cuando esta historia termine en un desastre.
Leyendo el libro de Samantha Rose Hill, uno se da cuenta que hay múltiples lecciones que los salvadoreños deberíamos aprender de Hannah Arendt, a pesar de que ella murió en 1975, sin jamás haber viajado a América Latina. Pero ella fue estudiosa de ‘La Condición Humana’, y así es el título de uno de sus libros más importantes. En este libro dice: “La palabra ‘revolucionario’ sólo puede aplicarse a revoluciones cuya meta es la libertad.” Y su biógrafa Samantha Rose Hill explica: “Revoluciones tienen que establecer espacio para la libertad, en los cuales la gente puede enfrentarse entre ellos en igualdad como ciudadanos. Esta concepción de la política de Hannah Arendt tiene sus raíces en su entendimiento de pluralidad. La pluralidad es un elemento de la existencia humana, la condición indispensable para poder actuar políticamente.”
Atreverse a pensar y arriesgarse a vivir en diversidad, estas son para Hannah Arendt requisitos básicos para la democracia y la libertad. Cito a Samantha Rose Hill: “Lo peligroso que es el no pensar en asuntos políticos y morales es que deja a la gente aferrarse a las reglas de conducta que en un dado momento se encuentran prescritos en una sociedad. La gente se acostumbra a las reglas, así que nunca llegan a pensar con su propia cabeza. Quienes más se aferran a los códigos y las normas sociales del momento, más ansiosos serán para asimilar y obedecer reglas nuevas, sin que se den cuenta, porque están dormidos.”
La receta de Hannah Arendt: ‘thinking without a banister’ - pensar sin barandal, o sea sin aferrarse a nada.
Periodista.