Muchos astrónomos sostienen que la Estrella de Belén, la que guió a los Tres Reyes Magos de diversos confines de la Tierra hasta llegar a adorar al Niño Dios, fue el cometa Halley, que cada cien años aproximadamente surca los cielos del mundo, en ocasiones como hace poco más de un siglo, llenando de luz todo el firmamento, mientras en otras de sus visitas, como la última, hay que usar telescopios para verlo.
Pero eso no resuelve el enigma de los Tres Reyes, que llegan a Belén con preciosos dones de oro, incienso y mirra, adoran al recién nacido y desaparecen sin dejar rastro…, lo que da lugar a conjeturas, como las versiones de algunos humoristas: ¿Qué pasó con esos tesoros que habrían cambiado la vida de Jesús, de la Virgen y de San José?
¿Es que, prosiguen, los Reyes literalmente “se tomaron la foto”, celebraron el extraordinario suceso con un cóctel para los pastores y luego de vuelta a sus lejanas tierras con el oro, el incienso y la mirra?
Si, continúan, unos pergaminos encontrados en cuevas del Mar Muerto hablan de dos jóvenes de Belén, de David Sachs y de Isaac Goldman, que habían iniciado un pequeño negocio de custodiar valores, ¿por qué no mejoró la condición de la Sagrada Familia, que tuvo que huir a Egipto para escapar de la furia de Herodes?
El Cristianismo, como una mayoría de religiones, recurre a la tradición para dar cuerpo y sentido a sus enseñanzas, como con la historia de los Tres Reyes, que además representan las tres edades del hombre: el joven, el hombre maduro y el viejo; los principios y la fe obligan durante el curso entero de nuestras vidas.
Los Tres Reyes se postran ante el Niño Dios, cuya divinidad está por encima de todo poder temporal: el don del incienso dice que todas las alabanzas son pocas frente a las que debemos a Dios; la mirra, con que se unge a los reyes, reconoce que Dios concede toda grandeza y puede por lo mismo quitarla; el oro, el poder temporal, el que asimismo está sujeto a Su voluntad.
A lo largo de nuestras vidas estamos obligados a la virtud
Dios son los principios morales, la razón, lo espiritual, la majestad del Universo, lo inexorable de las leyes de la naturaleza, de lo que mueve galaxias y rige las partículas subatómicas.
En otra forma pero con igual contundencia, la Declaración de Independencia de Estados Unidos plasma esas verdades: hay derechos, libertades, principios que están por encima de lo temporal, de lo que decidan hombres, legislaturas, generaciones.
Es un milagro que un pequeño grupo de pescadores, todos emparentados entre sí, haya esparcido por toda la Tierra las enseñanzas de Jesús, comenzando por la principal de ellas: cada uno es responsable de su destino; ningún ser humano acarrea pecados ajenos o maldiciones como las que persiguen a tantos, por cristianos, por judíos, víctimas de la intolerancia.
En los largos siglos que anteceden nuestra época, el hombre no tenía explicación ni para lo bueno ni para los horrores que sufría, desde las guerras que esclavizaban y asesinaban hasta las pestes que en ocasiones acababan con comarcas enteras.
La forma más gráfica y accesible era invocando milagros, al igual que la hermosa historia de Tres Reyes, guiados por una estrella, hincados ante un pesebre, en la noche más luminosa de todas…