La policía italiana busca a un turista que con un utensilio punzante escribió el nombre de su novia sobre uno de los muros del Coliseo de Roma, el monumento más famoso de Italia declarado por la UNESCO como “Patrimonio de la Humanidad”.
De ser apresado, el joven enfrenta una pena de un año de cárcel y el pago de casi veinte mil euros, lo que puede parecer excesivo pero que en cierta manera se necesita para disuadir a quienes, motivados por sus propios fanatismos, se han dado a la tarea de arrojar pintura sobre obras de arte, cortarlas con un cuchillo…
Cada uno de tales imbéciles tiene sus propias motivaciones, una de ellas, por ejemplo, suponer que “el cambio climático” es culpa de las vacas inglesas o las factorías japonesas y no uno de los tantos ciclos por los que pasa el Sol, cuyas tormentas en su superficie pueden en ocasiones cubrir varias veces el tamaño de la Tierra.
La peor de estas gamberradas fue perpetrada por un demente iconoclasta, que se subió al pedestal donde se encuentra La Piedad de Miguel Ángel dentro de la Basílica de San Pedro en Roma y dañó con un martillo el rostro de la Virgen, lo que condujo a colocar un vidrio a prueba de balas frente a la fulgurante escultura, después de restaurarla.
Aquí en esta tierra se recuerda cuando un energúmeno, alegando actuar en nombre de los indígenas, atacó a martillazos las estatuas de Cristóbal Colón y la Reina Isabel la Católica frente al Palacio Nacional. No está demás citar cómo grupos radicales se han dedicado por décadas, alegando que no hay plena libertad de expresión, a manchar cuanta pared y monumento tengan enfrente.
En los últimos meses más y más de esta clase de desecraciones se han dado, pues para muchos, incluyendo a la vociferante adolescente sueca Greta Thunberg, “los líderes mundiales” no hacen lo que, a juicio de la joven, es necesario “para salvar al planeta”.
Escribir el nombre propio sobre monumentos, o dañarlos, tiene una larga historia, pues ya en la antigüedad se dieron tal clase de casos: turistas de entonces ponían sus nombres en diversos lugares, los que al día de hoy perduran.
El caso de mayor imbecilismo que se registra a este respecto es el de un desquiciado griego que dio fuego al primer templo de Diana, fabricado en madera, que luego se reconstruyó en piedra y cuyos restos, relativamente bien conservados, pueden visitarse en Éfeso, la ciudad donde la tradición cristiana enseña que la Virgen María fue llevada por los ángeles al cielo.
Otro milagro es que el dictador turco Erdogan no haya convertido esas ruinas en mezquita, como tuvo el inaudito descaro de hacer con Santa Sofía, en su momento el mayor monumento de la cristiandad y cuyo esplendor puede deducirse de la Basílica en Monreale, muy cerca de Palermo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, que entre otras tragedias condujo al desmembramiento de Alemania, al punto que en Alsacia, muy alemana y cuyas ciudades que llevan nombres alemanes es ahora provincia francesa, se dio un incidente sin importancia pero que pudo haber llevado a desecrar monumentos: se escribía “kilroy was here”, o “estuvo aquí…”.
La diferencia entre libres y oprimidos la define la libre expresión
En Roma antigua hubo una estatua, la de Paschino, en cuya base los romanos escribían frases contra el régimen, los césares, personajes diversos, como “mutatis mutandis” sucede en Hyde Park, el parque de Londres: cualquier persona instala una caja, se sube en ella y lanza a todos los vientos lo que a su juicio son “imperecederas verdades”…
El valor inmenso de la libertad de expresión, decir, analizar, acusar y apoyar, es lo que distingue a los pueblos libres, separándolos de los sometidos por la fuerza…