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A la memoria del amigo, colega médico y escritor Roberto Salinas Zelaya

El R2 le habló con voz suave y tranquilizante. Le hablo de Dios, de sus promesas y del amor. De la esperanza y de la fe. El hombre se calmó. Luego el médico le pidió que se recostara sobre un canapé, para examinarlo. El guardia obedeció.

Por Mirella Schoenenberg de Wollants
Nutrióloga y abogada

El Residente de Medicina Interna de 2º. Año (R2), alto y delgado, de bigote ralo, examinaba el tórax de la anciana. Con las ojivas del estetoscopio dentro de cada uno de sus conductos auditivos, se concentraba en los sonidos que buscaba, cerrando sus ojos, tratando de distinguir las características de cada uno de ellos y darles una denominación con base en la teoría fisiológica que venía estudiando desde hacía casi diez años.

Se encontraban fuera del minúsculo cubículo de Medicina Interna de la sala de emergencia, delimitada solamente por cortinas plegadizas, pues el tamaño de la camilla metálica móvil sobre la cual reposaba la paciente, no permitía que estuviera dentro. A menos de un metro se encontraba una puerta de vaivén, hecha de madera, que comunicaba con el pasillo principal del nosocomio que a la derecha conectaba con la entrada principal.

El Residente de Medicina Interna de 1er. Año (R1), mediano, delgado, de bigote grueso, escribía sobre el expediente, el historial médico de la mujer muy delgada, morena, cabellos blancos recogidos en trenza, madre de un oficial del ejército. El R2 le dictaba los hallazgos que localizaba durante la auscultación. El R1 los transcribía.

A lo largo de la sala, de paredes color verde claro, con divisiones para formar otros cubículos cercados con plywood café rojizo, se hallaban otras 10 personas, entre personal de enfermería y limpieza, de ambos sexos, atendiendo diferentes labores, ya que de manera inusual no había más pacientes en el recinto, pues los últimos heridos habían sido enviados a las diferentes salas de operaciones minutos antes. La sala de emergencia contaba con un portón de dos hojas metálicas, al extremo contrario del cubículo de medicina interna, que permanecía cerrado, pero que daba paso al estacionamiento y zona de triage.

Había una total y perfecta calma…antes de la tormenta. Las 2 hojas de metal se abrieron con fuerza generando un ruido seco y permitiendo entrar gritos, insultos, gemidos y quejidos, que hicieron que todos los de adentro de la emergencia dirigieran sus miradas hacia su origen, excepto el R2, sordo al exterior gracias al estetoscopio.

Un enorme moreno y musculoso sujeto era conducido, sujetado de sus 4 miembros por 6 individuos, unos soldados y otros enfermeros militares, con gran esfuerzo, mientras él luchaba y gritaba por zafarse de ellos.

Enfundando con el tradicional uniforme verde olivo de la Guardia Nacional, con cinturón de cuero negro, abrochado aún por medio de la hebilla dorada distintiva de aquel cuerpo de seguridad, de guerrera con botones dorados y calzando polainas negras por debajo de sus rodillas, al lograr zafar un brazo había dado un puñetazo a uno de los enfermeros, para casi inmediatamente ser agarrado por otro.

El hombre gritaba insultos y amenazas, rugía y gemía, se retorcía, haciendo difícil su introducción a la estancia, mientras otros gendarmes lo llamaban al orden con consignas propias de la milicia, sin conseguirlo.

Todo se dio en segundos. Logró zafar una pierna de los brazos que lo sujetaban y con la misma lanzó una patada al soldado que lo sujetaba, haciéndolo volar por los aires. Sorprendidos los demás captores, aflojaron un poco la presión, lo que el hombre aprovechó para liberar uno de sus brazos, propinando un golpe contra la mandíbula de un enfermero, el cual cayó noqueado. Con los otros 4 la situación fue más fácil: 3 corrieron hacia el estacionamiento y al otro le propinó un par de puñadas que lo dejaron tendido sobre el suelo.

Para ese instante, tanto enfermeras como personal de limpieza, ya con experiencia ganada previamente, se habían encerrado, echando llave, dentro de los cubículos de plywood.

El R1 había visto toda la escena y sabía lo que tenía que hacer, por lo que sin perder tiempo se levantó y corrió pasando por detrás del R2 dándole un palmazo sobre la espalda, gritándole: “¡Cuidado se les soltó un loco!”,mientras buscaba salir del lugar, a través de la puerta de vaivén para dirigirse a la entrada principal del Hospital Militar Central, ubicado entonces sobre la Alameda Franklin Delano Roosevelt de San Salvador, a pedir ayuda, pues ahí se encontraba el garitón con el puesto de la Policía Militar que podía socorrerlos. Transcurría 1991.

El R2, sin percatarse de lo que sucedía, continuaba escuchando los sonidos cardíacos y pulmonares que emitían los órganos de la anciana mujer, quien desde la camilla, había visto toda la escena, sin emitir palabra…por el miedo.

El guardia caminó, deteniéndose a tres centímetros del R2, quien en ese momento abría los ojos, retiraba las ojivas de sus orejas, observando que la anciana, tensa, había girado su cabeza hacia la derecha, mirando fijamente a….un individuo enorme, que le pasaba por media cabeza, tostado por el sol, corpulento, sudoroso, con cejas apuñadas, párpados tensos, mandíbula adelantada, ojos desorbitados, cabellos en desorden, piel rubicunda, respiración agitada. Por detrás de él, el médico oteó 3 cuerpos tirados sobre el suelo, desmayados. Su intuición le advirtió el peligro.

Controlando sus emociones e instintos, el R2 dijo, mirando, impasible, directamente a los ojos del hombretón: “Hermano, sé que un profundo dolor te embarga, pero tienes que saber que el Señor está contigo. Ven, ven a sentarte y hablemos. Hay un mensaje del cielo esperándote”.

El guardia rompió a llorar.

Lentamente caminó hacia la silla que el médico le indicaba y se sentó para colocar uno de sus antebrazos sobre el escritorio, posar su frente sobre el mismo y continuar sollozando. Lloraba de miedo, dolor, abatimiento, pánico, terror e impotencia para controlar su mente ante la inmensidad de sangre, muerte y destrucción que venía presenciando durante un conflicto armado que no le miraba fin, pero que ya no soportaba. Comenzó a oír carcajadas y voces maléficas que le hablaban al oído, perdiendo la conciencia del tiempo y lugar en que se hallaba.

Sin saber cómo, se encontró luchando contra monstruos en los cuales se habían convertido sus propios compañeros de unidad, por lo que fue apresado para ser llevado al Hospital Militar.

El R2 le habló con voz suave y tranquilizante. Le habló de Dios, de sus promesas y del amor. De la esperanza y de la fe. El hombre se calmó. Luego el médico le pidió que se recostara sobre un canapé, para examinarlo. El guardia obedeció.

El galeno bordeó la camilla para buscar un tensiómetro cercano a la puerta de vaivén, al tiempo que un grupo de policías militares ingresaban al recinto y se abalanzaban sobre aquel enorme y atormentado individuo, sujetándolo a la camilla por todos los medios posibles.

Siguiendo al grupo de uniformados ingresó nuevamente el R1 en compañía de dos enfermeras a las cuales dio órdenes precisas para poner un potente sedante al gigante. “¿Estás bien, hermano?, preguntó a su pálido compañero. “Sí, gracias a mi Dios!”, alcanzó a responder.

¡No te olvidaremos, Roberto, hasta más pronto que nunca!

Médica, Nutrióloga y Abogada

mirellawollants2014@gmail.com

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