Ustedes saben cómo es el ser humano, siempre tan proclive a los hobbies. Uno que aparentemente ha sido el preferido en todas las épocas y culturas es ese de andarnos matando entre nosotros. En la época en que vivíamos en cavernas, nos matábamos por el mejor pedazo de mamut; luego por la señorita de mejor buen ver del clan; de ahí porque tu dios no es mi dios; luego vino el fútbol, tiempos actuales: la política.
No obstante que ahora, en temas de religión, fútbol y política nos limitamos a tirarnos indirectas en redes sociales y hacemos memes en Twitter, hubo un tiempo en que la religión se tomaba en serio, demasiado en serio. Yo todavía me recuerdo esas épocas en que con mi papá no íbamos al mar el Viernes Santo porque si circulabas en carretera te tiraban piedras por estar violando ese “sagrado día de recogimiento y silencio”. Pero hubo una época en que no te tiraban piedras, sino que te mataban.
Para el caso, Carlos V, emperador del Sacro Imperio Germánico (que de “sacro” solo tenía el nombre, porque como ocurre comúnmente a lo largo de la Historia, los que ocupan el nombre de “sacros” se comportan como si estuvieran de vacaciones en Las Vegas…), debía defender la Iglesia y la cristiandad, por lo que cuando se extendió el luteranismo dentro de la parcela de su gobierno, Carlos creyó que era hora de reprimirlo para mantener a la pueblo dentro de la sana obediencia a Roma y, pues, todos aquellos que no se ajustaran a la norma, iban a ser sacrificados en nombre del buen Jesús. Faltaba más.
Por aquello de usar nombres de santos aún para las matanzas, se bautizó con el nombre de San Bartolomé a la masacre de más de tres mil protestantes (evangélicos se les llaman por estas tierras) ocurrida precisamente el día de “San Bartolomé”, en París. Mientras eso sucedía, los “países bajos” se dividían sin ninguna razón étnica, social o económica, sino política y religiosa, en dos Estados: el norte protestante, Holanda; el sur católico, Bélgica.
Tanta muerte por esa intolerancia típica de que “si yo leo este versículo de forma diferente como tú lo lees, eres mi enemigo”. ¿Acaso vale la pena matarnos entre nosotros porque yo escriba el nombre de tu dios diferente al mío? Resultó que los europeos eran buenos para eso, se comportaban como viviendo en una película de Quentin Tarantino.
Cuando se cansaron de matarse entre ellos, lo teólogos de ambas partes -que obviamente no habían participado en la guerra, ya que los curas y pastores (en esa época, aclaro) pedían que solo se mataran entre el pueblo, mientras ellos rezaban por sus almas para que alcanzarán la gloria eterna. Amén. Al final decidieron, al ver que las naciones estaban arruinadas de tanto pagar diezmos y contribuciones para la guerra, firmar la paz en Westfalia (1648) declarando: “A partir de hoy somos amigos” (la declaración es mucho más larga, pero en estas columnas hay que ahorrar espacio).
Es que el fanatismo es una enfermedad contagiosa. Si no me crees, abre una cuenta en Twitter y escribí uno que le lleve la contraria a su Graciosa Majestad… Ahí me contás… Después de miles de muertos, tal como pasó con la Guerra Civil salvadoreña, las dos partes llegaron a comprender que era mejor entenderse. A partir de la paz en Westfalia, Europa comprendió que no le tenía cuenta irse a la guerra y matarse mutuamente por motivos religiosos, era mejor dialogar como gente civilizada.
Los fanatismos, ni los de antes ni los de ahora, generan beneficios a las sociedades ni a las personas. ¿Qué más nos falta a los salvadoreños para entender los daños sociales que ocurren cuando se fanatizan con una idea, una ideología, una creencia o una persona? Quizás necesitemos cien años más de educación para comprenderlo, porque sé que, en esto de ser tolerantes y respetuosos con la opinión del otro, el camino que nos espera como país, es largo.
Abogado, Master en leyes@MaxMojica