La crisis actual entre Rusia y Ucrania es un ajuste de cuentas que lleva 30 años gestándose. Se trata de mucho más que Ucrania y su posible adhesión a la Organización del Atlántico Norte (OTAN). Tiene que ver con el futuro del orden europeo creado después del colapso de la Unión Soviética (1990-1991). Durante la década de los noventa, Estados Unidos y sus aliados diseñaron una arquitectura de seguridad euroatlántica en la que Rusia no tenía un compromiso o participación claro, y desde que el presidente ruso Vladimir Putin llegó al poder (1999), Rusia ha estado desafiando ese sistema. Putin se ha quejado permanentemente de que el orden global ignora las preocupaciones de seguridad de Rusia, y ha exigido que Occidente reconozca el derecho de Moscú a una esfera de intereses privilegiados en el espacio postsoviético. Ha realizado incursiones en estados vecinos, como Georgia, que han optado por moverse fuera de la órbita rusa, evitando de esta manera que se reorienten de su influencia.
Putin ha llevado este enfoque un paso más allá. Está amenazando con una invasión mucho más completa de Ucrania que la anexión de Crimea y la intervención en el Donbás que Rusia llevó a cabo en 2014, una invasión que socavaría el orden actual y potencialmente reafirmaría la preeminencia de Rusia, insistiendo que es su lugar “legítimo” en el continente europeo y en los asuntos mundiales. Putin lo ve como un buen momento para actuar. En su opinión, Estados Unidos es débil, dividido, menos capaz de seguir una política exterior coherente y un interlocutor poco confiable. El nuevo gobierno alemán está consolidándose políticamente luego del fin de la era Merkel, Europa en general está concentrado en sus desafíos internos, así como mantiene su dependencia del gas natural que le proporciona Rusia, lo que le otorga a Moscú mayor influencia sobre el viejo continente. En estos últimos días, ha quedado en evidencia el apoyo de Beijing hacia el Kremlin, al igual que China lo apoyó después de que Occidente intentara aislarlo en 2014.
El gobierno ruso pretende cambiar la Constitución ucraniana para transformar el país en una federación, en un “Estado-tapón” no alineado, y así impedir que se convierta en otra base de la OTAN en sus fronteras. La expansión de la OTAN hacia el este europeo en las décadas de 1990 y 2000 para incluir países como Polonia, Lituania, Letonia y Estonia avivó la paranoia rusa sobre una eventual invasión extranjera hacia territorios de su influencia.
La tensión entre Rusia, Ucrania y Estados Unidos continúa aumentando, después de que el presidente Joe Biden señalara, el pasado 19 de enero, que cree que Rusia planea invadir Ucrania, advirtiendo que pagaría caro por ello.
Putin aún puede decidir no invadir Ucrania, segundo país en superficie más grande de Europa, luego de Rusia. Pero lo haga o no, el comportamiento del presidente ruso está siendo impulsado por un conjunto entrelazado de principios de política exterior que sugieren que Moscú sería disruptivo en los próximos años, a lo que se le puede llamar “la doctrina de Putin”. El elemento central de esta doctrina es lograr que Occidente trate a Rusia como si fuera la Unión Soviética, una potencia a la que hay que respetar y temer, con derechos especiales en su vecindad y una voz en todos los asuntos internacionales serios. La doctrina sostiene qué sólo unos pocos estados deben tener este tipo de autoridad, junto con la soberanía plena, y que otros deben inclinarse ante sus deseos. Implica defender los regímenes autoritarios en funciones (especialmente, los que se oponen a Washington) y socavar las democracias. La doctrina está unida por el objetivo general de Putin: revertir las consecuencias del colapso soviético, dividir la alianza transatlántica y renegociar el acuerdo geográfico que puso fin a la Guerra Fría.
Ex Ministro Consejero de Chile