En los tiempos que corren, en el que el mundo se percibe muy frecuentemente mediado por los medios de comunicación y por Internet; en esta época que alguien ha bautizado como “de la imagen”, pero a la que se haría más justicia si se caracterizara por una hiper abundancia de datos y una escasez preocupante de información; atender (“aplicar voluntariamente el entendimiento a un objeto espiritual o sensible”, como define la Real Academia), es cada vez más difícil.
Por lo anterior, y por otras razones, la atención se ha convertido en un asunto crucial no sólo para quienes pretenden captarla a como dé lugar: analistas de Internet, vendedores, políticos, predicadores…, sino principalmente para los educadores.
A veces tengo la impresión de que vivimos en dos mundos paralelos que rara vez se encuentran. El primero estaría descrito por palabras clave como distracción, agitación, superficialidad, improvisación, sensación… mientras que el segundo se podría esbozar a partir de conceptos como atención, calma, quietud, reflexión, “mindfulness” o atención plena, etc. Los habitantes del primer mundo serían ansiosos, eternamente insatisfechos, impacientes, desordenados, veleidosos; mientras que los moradores del segundo podrían describirse escuetamente como personas que viven una vida con sentido.
En el pasado reciente, la atención fue cobrando cada vez más importancia con el nacimiento de la publicidad, con la aparición del “advertising” como modo de ganar dinero. Donde esa palabra en inglés, que comparte raíces con el advertir castellano, describe mejor el tema de marras: lograr que las personas pongan atención, reparen, observen lo que pretenden los publicistas.
Así, de la atención como elemento esencial para la publicidad, hemos pasado al empeño por suscitar atención donde antes no la había. Un fenómeno que se concreta cuando los medios provocan interés en los temas que a ellos, a sus patrocinadores, o a quienes tienen las riendas de la sociedad, les conviene; por el simple procedimiento de hablar de unos temas y callar otros, hacer énfasis en lo sentimental de los tópicos, y resaltar un aspecto de un asunto concentrando las miradas en él, haciéndonos tomar una parte (“la” parte que interesa), por el todo.
Por ese camino se ha pasado de tener la atención de la gente como meta, a que esos mismos medios se conviertan en modeladores del comportamiento, en árbitros de la eticidad o moralidad de usos y costumbres. Un modo de vida, todo hay que decirlo, que implica consumir determinados bienes y productos, hacer uso de servicios específicos, votar por personas concretas, condenar y dar la espalda a personajes y agendas, etc.
Generándose una de las grandes paradojas de nuestros tiempos: mientras la atención es un bien precioso, por el que los comunicadores compiten por todos los medios, el público consumidor de esos medios, usuario de redes sociales, de plataformas de streaming y de todo tipo de nuevas tecnologías… pretende, en último término todo lo contrario: la distracción.
¿Cómo se compatibilizan esas dos intenciones de signos opuestos? ¿Cómo lograr de un público empeñado en distraerse la atención sobre mi producto, mis ideas, mis valores, mis intereses? La solución no es tan complicada como parece. Consiste, fundamentalmente, en darle a la gente lo que quiere: distracción, por el simple procedimiento de cambiar su foco de atención constantemente. Es decir, lograr cortos, pero muchos y muy frecuentes, periodos de atención, como un método infalible para superar el mayor y más temido mal de nuestros tiempos: el aburrimiento.
¿Por qué -podemos seguirnos preguntando- nos cuesta tanto mantener la atención, y nos fascina, nos seduce, prestar atención en cortos periodos de tiempo? La respuesta a esa pregunta va desde los condicionamientos psicológicos que nuestra manera de aprender impone, hasta la presencia innegable de las adicciones como modo de obtener satisfacciones intensas y breves que reclaman continuidad. Pasando por el trabajo de quienes positivamente quieren ser dueños de nuestra atención.