EL CENTRO (así con mayúsculas)
El Centro Histórico de cualquier ciudad es el nexo con su pasado, por doloroso que sea y el presente. El Centro es más que sólo “un lugar donde ir”: allí se junta tanta historia, que sería bueno leer y conocer. Y ¿qué les digo? Si hasta un lugar de peregrinación tenemos en El Centro (la tumba de Monseñor Romero). ¿Cuántos países pueden decir eso?
Al contrario de muchas amigas mías, que pueden trazar su pedigree a Santa Ana o San Miguel, yo sólo puedo trazar el mío a San Pedro Nonualco y a un pueblo en Galicia tan pequeñito que sólo miembros de mi familia lo habitan. Y Doña Rosa Angulo, la matrona de la familia era sansalvadoreña. O así se hizo.
Hace unos días me visitó un tío que vive en el exterior, en Suramérica, desde hace años. Venía entusiasmado que iba a poder volver “al Centro”. Contexto: mi generación, de la cual yo fui la colita, creció caminando por “el Centro”, antes que la guerra nos lo cerrara. Regresó feliz, pues había llevado a su hijo. Pero, en la cena, me dijo “no sé que faltaba”
“Es un rescate tío, tú lo sabes”.
“Sí, sí. Y esta genial. Pero no sé. Había algo que faltaba…”
Me quedé pensando qué era y, un día, mientras me preparaba una taza de café, me di cuenta: para nosotros el Centro era EL CENTRO. Lo digo no en un sentido de crítica, sino con la nostalgia de una generación que lo perdió y lo está volviendo a conocer. El Centro es el lugar de los recuerdos y, como esos recuerdos los cortó la guerra, tenemos que coser el pasado con el presente.
Octubre o noviembre de 1975: Mis padres no vivían en las zonas de personas holgadas de la época, sino en una colonia donde se hicieron algunas de las primeras casas en serie. Recuerdo la luz del sol entrando por la ventana y mi mamá tratando de sujetarme el pelo “porque voy al Centro”. Mi vestido está impecable, mis zapatos bien lustrados y llevo una pequeña carterita de mimbre. Hay que ir bien vestida “al Centro”.
Tomo la mano de mi padre y nos vamos en su Peugeot azul. Lo parquea y nos bajamos a caminar. La luz de esa mañana de verano es dorada. El viaje es importante: he aprendido a leer y me va a regalar un anillo de una joyería cerca del Gran Hotel San Salvador (que se desplomó en el terremoto de 1986). Salgo de la joyería con un anillito con una piedra rosada en el dedo, orgullosa de mi primera alhaja. Al salir, vuelvo a ver a mi padre. Sé que he recibido ya un regalo, pero estamos en “El Centro” y hay algo más en mi corazoncito de cuatro años.
“Papá. Quiero una ranita,“ digo con todo el valor que puedo.
Mi padre no dice nada, pero me lleva a una cafetería cerca del Parque Cuscatlán. Allí están las “ranitas”: bolitas de crema verde rellenas de crema de fresa. Me sirven una y papá pide una taza de café. Nos sentamos en una mesa frente al escaparate. Soy la niña más feliz del mundo.
Agosto de 1976: Hay un Sears en El Salvador, en el nuevo centro comercial de Metrocentro y mi tío soltero disfruta comprándome vestidos. Pero mi abuela no aprueba esas prácticas modernas, así que vamos a París Volcán a comprar “güipiur” para adornarme un vestido que ella me esta confeccionando en su máquina Singer. Mi abuela era fan del güipiur. (Es más, el otro día vi a una niña con un vestido de encaje y le dije a un amigo “esa era la Carmen Marón toda su niñez”). Yo sé que debo quedarme al lado de mi abuela, pero París Volcán es demasiado maravilloso. Allí hay bandejas de plata, cómo he visto en la casa de mi tía, hay adornos. ¡Y las ventanas al final de unas escaleras! Cuándo siento, estoy con la nariz pegada en el ventanal, viendo a la gente desde arriba. Mi abuela, que me ha estado buscando, llega con una dependiente “Muuuuuchaaachiiitaaa”. Salimos del almacén entre disculpas. El problema no es tanto la seguridad, sino que quiebre algo.
Me lleva a la Iglesia El Rosario. Catedral está aún en obra gris. Mientras ella reza el rosario, me da un librito de oraciones que me acaba de comprar. Pero para mí los colores de los vidrios reflejados en el suelo son demasiado mágicos. Salto del verde al amarillo al azul. “Muchaaachiiiiitaaaa”. Con mi abuela no hay esperanza de ranita.
Diciembre 1978: Es casi Navidad. Mamá y papá nos llevan a Simán para escoger regalos. Mi abuela no pasará esta Navidad con nosotros. Mi tío ahora trabaja en Estados Unidos y lo ha ido a visitar. Me emociona ir a Simán (no estoy haciendo publicidad aquí, pero era tan parte de los 70s) porque tiene elevadores y ¡escaleras eléctricas! En los 70s, éstas no eran comunes. ¡Y tiene cuatro pisos! Pero el lugar más mágico es el sótano. Allí hay libros. Podemos escoger uno. Para mis padres, el primer regalo siempre debe ser un libro.
Luego vamos a La Nueva Milagrosa. Uno sabe que es Navidad cuando sale el anuncio de La Nueva Milagrosa, "donde comprar es una gran cosa” en la radio y la televisión. Allí no compramos nada, sólo nos preguntan que muñecas nos gustan “para decirle a Santa Claus”. Regresamos a casa viendo los adornos de Navidad que cuelgan de poste a poste por las calles y tienen focos de todos colores. Y de nuevo, soy feliz. En el asiento trasero, canto con mi segunda hermana canciones de Navidad.
El siguiente año volvimos al Centro. Pero, en 1980, mientras yo estaba en una presentación de ballet, una bomba estalló en Catedral. No volví a bajar, excepto en épocas de tregua o que la violencia bajaba, hasta el año 2018.
Soy una sentimental, y las veces que he ido desde el 2018, he llorado por los que ya no están. Recuerdo caminar de la mano de mi tío por la nave de la Iglesia El Calvario (su favorita ). Puedo oír su voz esa tarde gris, recuerdo que la Iglesia parecía hecha de plata. “Es que mira el techo. Es fantástico. Mira, mira”. Nunca pude volver al centro con ninguno de los que hicieron mi niñez tan mágica.
Perdí el hilo de mi historia. Como decía, me toca coser a puro recuerdo.
El Centro Histórico de cualquier ciudad es el nexo con su pasado, por doloroso que sea y el presente. El Centro es más que sólo “un lugar donde ir”: allí se junta tanta historia, que sería bueno leer y conocer. Y ¿qué les digo? Si hasta un lugar de peregrinación tenemos en El Centro (la tumba de Monseñor Romero). ¿Cuántos países pueden decir eso?
Así que, cuándo lleven a sus hijos, asegúrense de crear recuerdos para toda una vida. Y asegurémonos como país que nunca más perdamos el hilo de nuestra historia.
Educadora.
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