Si el hechizo de Bukele se esfumara una medianoche cualquiera, tal vez no lejana, ¿podría gobernar con niveles mínimos de aceptación? Esto no tanto porque la opinión pública le preocupe en demasía, sino porque el deseo de reconocimiento general, típica del narcisismo, quedaría insatisfecho. Si Bukele se las arreglara para ganar las próximas elecciones, le resultaría cuesta arriba dirigir el país con el ego por los suelos. La cuestión no es ociosa, aun cuando el terrorismo ha elevado su popularidad. Diversos análisis financieros coinciden en señalar el grave riesgo de la suspensión del pago de la deuda, lo cual se suma a la creciente inflación y a la recesión económica. El bitcóin, la gran apuesta para evadir la crisis financiera, parece estar agotado. Y para colmo de males, una de las pandillas más grandes ha puesto en ridículo el Plan Control Territorial. El terrorismo estatal ha salvado por ahora la situación, al desviar la atención. Cuando pase, el embrujo volverá a estar en peligro.
El tiempo sigue su marcha. Bukele ya cruzó el ecuador de su mandato. En esta primera parte, hay más descalificaciones, insultos y condenas que obras, más promesas que cumplimientos. Abunda el anuncio de grandes proyectos, sin detalles, sin alcances ni financiamiento. Hasta hace poco, el auditorio presidencial era entretenido con el desfile de los anarquistas de las criptomonedas. Después vino el escándalo del busero. La última ocurrencia, el régimen de excepción, es señal clara de agotamiento y desesperación. Los gritos desaforados del presidente de la legislatura en sesión plenaria no corresponden a un alto funcionario satisfecho con su posición y seguro de sí mismo. Son gritos de impotencia y miedo. El terror es popularmente muy rentable, pero su impacto es pasajero y, más importante aún, no es solución para el desafío planteado por las pandillas, no solo porque se ensaña con una de ellas, sino también porque se va por las ramas y olvida ir a la raíz.
La proyección de Bukele como un líder único sin par y como arquitecto genial de un mundo nuevo, el polo opuesto a sus depravados antecesores, ha traído alivio a los desencantados y frustrados con la política tradicional. Sin embargo, existen indicios de que ese hechizo puede terminar. Si llegara a deshacerse, ¿qué será de sus colaboradores más íntimos? ¿Volverán sus hermanos a cuidar de su capital, acrecentado a su paso por la presidencia? ¿Abandonarán Casa Presidencial los venezolanos y los otros extranjeros? Los ambiciosos que pululan en los pasillos presidenciales y legislativos pelearán por la herencia de los Bukele. O tal vez un general de nuevo cuño se apodere del sillón presidencial y prometa elecciones, según el patrón tradicional. Los ministros, los diputados, el fiscal y los magistrados judiciales, acostumbrados a ser mandados en lo que hacen y dicen, se perderán desorientados. Quizás se animen a regresar por donde vinieron, mientras aguardan, agazapados, una nueva oportunidad para medrar.
Ese líder brillante y aclamado puede perder el control. No es tan genial ni tan poderoso como parece. Adolece de la inseguridad del narcisista en un grado sumo. Por eso se revuelve contra la crítica, la disidencia y la oposición. Ansía el reconocimiento universal y nunca tiene suficiente. Gobernar con mínimos de popularidad, después de haber estado donde ningún presidente ha estado, sería insufrible. Las demostraciones de fuerza no deben confundir. Los narcisistas hacen alardes de poder para ocultar su fragilidad y su inseguridad. El miedo a la debilidad los atormenta. Ellos mismos son su peor enemigo. Anhelan seguridad psíquica, pero actúan de manera autodestructiva, con lo cual siempre creen encontrarse asediados por las fuerzas del mal, mientras culpan a los demás de sus fracasos y frustraciones.
Por su lado, los incondicionales confunden las cualidades personales de Bukele con la identidad nacional. Para ellos, Bukele es El Salvador. Una reducción atroz. Se han despojado voluntariamente de su historia, su memoria, su identidad y su dignidad. Han renunciado a su razón, a su voluntad, a sus valores y a sus sentires. Algunos han aceptado incluso que sus familiares guarden prisión por días sin término sin acusación formal. Han sacrificado lo mejor de sí mismos al ídolo que han erigido en su luz y su todo. Creen ingenuamente que responderá por ellos y los salvará. Ignoran que si el encanto se deshace, el ídolo desaparecerá, así como apareció.
La desaparición del hechizo es una posibilidad real. El régimen de Bukele ha perdido fuerza, su imaginario da señales de agotamiento y su liderazgo pierde lustre. En un esfuerzo supremo, ha soltado a los policías y los soldados para que aterroricen las zonas populares, con el aplauso de quienes piensan que la represión y la venganza resolverán la violencia. Si el Estado terrorista se consolida, el embrujo puede prolongarse. Pero en ningún caso es eterno. Ese es el gran error de los fascinados con un presidente que juega con un capirucho de plata mientras el país naufraga sin dirección.