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Un cuento de Navidad

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Por Carlos Mayora Re
Ingeniero @carlosmayorare

Tenía quince años y estaba sola. Sentía las mejillas sonrosadas por el frío y una brisa suave le llevaba de vez en cuando el olor de las fogatas cercanas. Era de noche y esperaba. Una noche limpia, serena, llena de luz. Levantó los ojos y vio el cielo cuajado de estrellas, y tuvo la impresión de que todas titilaban de gozo, con ella.

Sobre el telón del chirriar de los grillos meditaba todo lo que había pasado los últimos meses... y se preguntaba cuánto más tardaría en encender el fuego… paciencia. De repente, una vez más, cayó en cuenta, de que, como le dijo el joven mensajero, ella nunca estaba sola y su gozo, si cabía, se multiplicó: su corazón, toda ella, se llenó de una alegría tan grande que tenía que hacer esfuerzos para no llorar. Pero lloró. Sus mejillas se humedecieron con unas lágrimas dulces, suaves, mansas.

Y comenzó a cantar. Suavecito, solo para ella, no fuera a ser que la oyeran. Cantaba su canción, cantaba para el mundo entero, pero nadie escuchaba ¿nadie?... no importaba. En realidad, le cantaba a su amor. Sabía que le gustaba, que le sonreía, y que le decía sin palabras: mamá, cántame otra vez.

Escuchó pasos sobre la yerba, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y levantó la vista desde su improvisado asiento. Vio a su jovencísimo acompañante, le sonrió con los ojos y él le correspondió.

Después de acomodar en una pequeña pirámide la leña que traía, y haber ido a pedir a los vecinos una tea para encender el fuego con que calentarían las sencillas gachas de trigo que cenarían, puso el cazo en el trípode y se sentó junto a ella pasándole el brazo sobre los hombros, en silencio. Ese silencio que entre los que se aman es más elocuente que cualquier palabra.

Viajaban solos entre un montón de gente. A algunos, principalmente las mujeres, les había llamado la atención el avanzado embarazo de la muchacha, que desentonaba en medio de un viaje de varios días, pero no se atrevían a hacerle recomendaciones o a querer ayudarla, pues la veían siempre animosa y, más bien, era ella quien se ofrecía a echarles una mano en las tareas del campamento.

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Después de un rato de contemplar el fuego, y de remover el contenido de la olla para que se calentara uniformemente la cena, se levantó para sacar de las alforjas del burrito unos cuencos de barro, un porrón y un par de cucharas de madera. Él la miraba con atención –“peligroso se cae y hay que salir corriendo a auxiliarla”, pensaba- pero desechó rápidamente la idea cuando la vio caminar con la decisión y seguridad de quien está habituada a ello.

Mientras se acercaba con una gracia y una soltura que rezumaban alegría, al ir acercándose a la fogata con los platos en una mano y la otra sobre su regazo, cantaba.

Él se sabía de memoria la letra y la tonada. Sin embargo, siempre se conmovía. Como la primera vez que entre virutas y olor a madera recién cortada, en su taller, la escuchó cantar mientras hacía la colada. De hecho, él también se había “apropiado” de la canción, le venía una y otra vez a la mente cuando pensaba lo afortunado -y feliz- que era, y le daba fuerzas para las vicisitudes que implica ser un joven cabeza de familia.

Con una sonrisa en el corazón escuchó con atención y cariño, una vez más, esa voz límpida que le fascinaba, mientras entonaba: “Engrandece mi alma al Señor/ y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador/ Porque ha mirado la bajeza de su sierva/ Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones/ Porque ha hecho en mí grandes cosas el Poderoso/ Santo es su nombre”…

Ingeniero/@carlosmayorare

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