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Hace mucho tiempo…en una Navidad

Cuando cerramos nuestra casa a un extraño evitamos un peligro, pero también cerramos la posibilidad de que otra cosa ocurra. Así cerramos también nuestros corazones, para evitar que alguien malo entre, pero al hacerlo también evitamos que alguien bueno entre, y comenzamos a aislarnos y a estar solos. Y la soledad, especialmente la que nosotros mismos construimos, nos aleja de una de las mejores experiencias humanas como es la amistad”.

Por José María Sifontes
Médico siquiatra

Siempre recordaré con nostalgia y emoción la Navidad de 1993. Estaba en ese tiempo en Baltimore durante mis estudios de especialidad. Quedábamos muy pocos estudiantes pues la gran mayoría pasaba las festividades en sus casas, en otros estados o en otros países. Ante la perspectiva de quedarme en el apartamento y recibir la Navidad viendo televisión decidí aceptar la invitación que el padre William Watters había hecho para los estudiantes que no tenían planes concretos…o ningún plan. Una misa en la iglesia Saint Ignatius y luego una cena en la casa parroquial. El padre Watters era el encargado de la iglesia, un jesuita muy sabio que había pasado gran parte de su vida en Nigeria y quien en todos sus sermones dejaba valiosas enseñanzas.

Éramos sólo un puñado de asistentes, pero estoy seguro de que cada uno recuerda lo que nos contó el padre Watters, aunque hayan transcurrido casi treinta años desde esa noche de Navidad. Usó el sermón para relatarnos algo que vivió en su juventud, por los años sesenta del pasado siglo. Él vivía entonces en el estado de Nueva York, en la zona norte, lo que llaman Upstate, New York, en un pequeño poblado con casas muy apartadas unas de otras, lejos de toda ciudad. Era el día de Navidad y se habían reunido en la casa algunos familiares, unos también de Nueva York y otros que habían llegado de muy lejos. Y justo a tiempo porque en ese año hubo uno de los inviernos más severos del siglo, y la nieve había hecho las carreteras intransitables.

Recordó el padre que acababan de comenzar a comer la cena navideña cuando alguien tocó a la puerta. Todos se sorprendieron pues se encontraban prácticamente aislados y no esperaban ya a nadie. A través de la ventana observaron, además de la nieve que caía copiosamente, unos faroles de carro encendidos y a un hombre ya entrado en años y abrigado, cercano a la puerta. Solicitó entrar, dijo que para calentarse y para hacer una llamada telefónica. Temerosos del hombre desconocido decidieron no dejarlo entrar. Únicamente le dijeron: “lo sentimos, no podemos hacerlo pasar, no lo conocemos. Por favor, márchese”. El hombre contestó: “lo entiendo”, y se fue.

El padre Watters continuó así su sermón: ‒ “Desde aquella lejana noche en todas las navidades siempre recuerdo aquella de mi juventud, y me pregunto ¿quién era ese hombre? ¿Cómo había llegado hasta nuestra casa? y me cuestiono qué habría pasado si lo hubiéramos dejado entrar. Tal vez, me digo, se habría convertido en nuestro amigo, tal vez hubiera llegado a ser alguien importante o significativo en nuestras vidas. Es algo que lamentablemente nunca sabré. Y así pasa con la vida. Cuando cerramos nuestra casa a un extraño evitamos un peligro, pero también cerramos la posibilidad de que otra cosa ocurra. Así cerramos también nuestros corazones, para evitar que alguien malo entre, pero al hacerlo también evitamos que alguien bueno entre, y comenzamos a aislarnos y a estar solos. Y la soledad, especialmente la que nosotros mismos construimos, nos aleja de una de las mejores experiencias humanas como es la amistad”.

Me enteré recientemente de que el padre Watters aún vive. Me alegró mucho saberlo, debe pasar de los noventa. Supe que está todavía activo y lúcido. Me gustaría recordar con él aquellas navidades, la de su juventud, y la del 93 en la que me emocionó su historia. Feliz Navidad a todos.

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