Mira, Caperucita, que te estás aventurando en un mundo infestado de lobos, o coyotes o gente desalmada.
Ya no es aquel bosque con un sendero bien trazado y la confortable casa de la abuela al final. Claro que el lobo feroz sigue amenazando tu ingenuidad.
Caperucita, ¿nadie te ha explicado que te esperan miles de kilómetros y miles de amenazas? Tu supuesto amigo el coyote te puede abandonar a mitad del camino. Tus pequeños pies se hincharán y desgarrarán. Los lobos de ojos rojos te acecharán para violarte.
Si te extravías en los desolados desiertos, nadie te buscará. Morirás abandonada víctima del frío, de la sed, del agotamiento. Desaparecerás en la nada. No dejarás rastro. A lo mejor, un montoncito de huesos calcinados.
Si tienes suerte, viajarás por largas semanas en compañía de otros desafortunados como tú. Llegarás a la frontera soñada. Pero allí no te quieren. No estará la abuela para recibirte con un abrazo inmenso. Te encerrarán en inmensos galpones junto a centenares de niños como tú.
¿Qué será de ti, Caperucita? ¿Valió la pena ese interminable calvario que desfiguró tu inocencia para siempre?
¿Y si te devuelven a tu miserable punto de partida? Te animaste a huir de allí porque los lobos que merodeaban por tu indefensa casa eran más feroces.
En tu triste pueblo natal no podías jugar libremente. Los lobos te miraban con mirada torva. Ir a la escuela era peligroso; los lobos te seguían desde la espesura con sus fríos ojos. Si llegabas a crecer, los lobos te arrastrarían a sus miserables cuevas, de donde jamás podrías escapar.
Caperucita, estás atrapada. Ni quedarte ni huir. Tu vida está bloqueada por el miedo. Si llegas a crecer, algún día aparecerá tu frágil cuerpo descuartizado en algún barranco cercano.
Caperucita, ¿por qué ha caído sobre tí esa maldición implacable?
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Publicado en Boletín Salesiano bajo el tema de los niños migrantes. Sept-octubre 2014