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Otra organización social es posible

Hoy como ayer, el pueblo está disperso, dividido y enfrentado por enemistades, rencores y conflictos. La opresión lo mantiene sometido y el egoísmo lo ha roto y enemistado consigo mismo.

Por Rodolfo Cardenal
Sacerdote jesuita

El papa Francisco ha recordado a la Iglesia salvadoreña, presente en Roma, que mientras haya injusticia, esto es, “mientras no se escuchen los reclamos justos de la gente, mientras no haya signos de madurez en el caminar del pueblo de Dios”, debe levantar su voz “contra el mal […] contra todo aquello que nos aparta de la dignidad humana y de la predicación del evangelio”. Cuando el papa habla de injusticia, piensa en “los más pobres, los presos, los que no les alcanza para vivir, los enfermos, los descartados”. Esto lo dijo delante gobierno salvadoreño, representado por el vicepresidente y su familia al completo.


Los mártires de la UCA y los mártires del pueblo salvadoreño nos han convocado, no solo para hacer memoria de su lucha contra la injusticia, hasta la entrega de la vida, sino también para gritar, una vez más, las injusticias que oprimen y despojan a centenares de miles de salvadoreños de su dignidad ciudadana y humana. La memoria que conmemoramos es así una memoria comprometida con los despojados, las víctimas de la violencia y los descartados. 
Los mártires señalan a la memoria comprometida “el camino a seguir”. Dios mismo “los convocó [para luchar por la justicia], les dio la fuerza para alcanzar la victoria y […] nos los presenta ahora para nuestra edificación”. Ellos son “un regalo inmenso” para la Iglesia y para el pueblo salvadoreño, porque “la lucha por la justicia y por el amor de los pueblos sigue”, enfatizó el papa. 

En esta lucha, las palabras no bastan, hace falta el testimonio. En el testimonio de los mártires la memoria comprometida descubre “el camino a seguir”. La memoria comprometida está siempre en camino hacia el pueblo. Todos los mártires, cada uno a su manera, emprendieron ese camino. Se desvivieron para reunir al pueblo, desde abajo y desde dentro, porque sin pueblo no hay pueblo de Dios. La tarea está inconclusa. Hoy como ayer, el pueblo está disperso, dividido y enfrentado por enemistades, rencores y conflictos. La opresión lo mantiene sometido y el egoísmo lo ha roto y enemistado consigo mismo.


No es pueblo aquel cuya inmensa mayoría no sabe si comerá mañana. El que confía más en la riqueza, el poder y la violencia que en Dios. A veces, el pueblo yerra. Prefiere permanecer en Egipto a levantarse y a aventurarse por los senderos de la justicia y la paz. Prefiere la seguridad de los ajos y las cebollas egipcias que arriesgarse a erradicar el egoísmo, el odio, la pendencia y la venganza. Prefiere construir pirámides y torres para jactancia de otros que recuperar activa y libremente su condición de pueblo, tomar conciencia de lo que es y actuar como lo que es para el bien de la totalidad. Mientras esto no ocurra, el pueblo errará disperso, presa fácil de los poderosos. Si no emprendemos juntos la ruta de la liberación, en mazorca, en matata, como diría Rutilio Grande, continuaremos extraviados.


La dureza del camino hace casi irresistible la tentación de construir becerros de oro. La naturaleza humana los necesita, porque cree, estúpidamente, que al identificarse con ellos es un poco más grande y poderosa. El culto idolátrico es tan apasionado, y desesperado, que no entiende de razones. La naturaleza humana se rebela contra su poquedad. Se revuelve contra la impotencia y la fugacidad. Quiere ser grande y poderosa como sus héroes. La idolatría no se caracteriza por la racionalidad y la coherencia. El ídolo engaña y devora a sus devotos.

A pesar de los desvaríos, Dios nunca olvida a su pueblo. Le envía profetas para que hablen en su nombre. La historia reciente del pueblo salvadoreño está repleta de profetas, que lo han llamado, una y otra vez, a practicar el derecho y la justicia. A convertirse en pueblo para llegar a ser pueblo de Dios. Dios llamó a estos profetas, los consagró y los envió. Iluminados por el Espíritu Santo, penetraron en la realidad y descubrieron el pecado del pueblo y, también, la presencia de Dios. La palabra profética es como espada de doble filo. Llama al mal por su nombre, pone en crisis las falsas seguridades humanas y religiosas, e invita a la conversión. Por eso, deviene en contradicción, desprecio y persecución. Subvierte el orden establecido desde abajo y desde el reverso de la historia. Pero también avisa que el reino de Dios está cerca.


El pueblo de Dios tiene “hambre y sed de justicia”. Pero no es pendenciero, ni revanchista, sino manso y humilde. No enfrenta el conflicto con el insulto y la agresión, sino trabaja por el derecho, la justicia y la paz. Se esfuerza para que no haya hambrientos, enfermos, llorosos y perseguidos. Las obras de la justicia abren el camino a la paz. A este pueblo, el evangelio le promete la posesión de la tierra, una cierta materialidad tangible del reino de Dios. Aquellos que solo tienen ojos y corazón para la ganancia, el abuso y la opresión, no prevalecerán. 


Junto a la mansedumbre se encuentra, modulándola, la misericordia, sentir el dolor ajeno y contribuir a sanarlo. El pueblo de Dios es misericordioso. Los misericordiosos se compadecen de los afligidos y practican la misericordia con ellos. La cercanía y la identificación son lo contrario a la indiferencia y la permisividad ante los males de este mundo. Ahora bien, la benevolencia con el débil o con quien ya ha sido derrotado, es intolerancia ante aquello que causa su aflicción.


El pueblo de Dios es limpio de corazón. Su corazón es sincero y no está dividido, sirve lealmente a Dios y a los demás. El corazón limpio es libre del tener y del poder. Por eso, ve a Dios en los pobres.


El pueblo de Dios no añora riquezas. En su seno nadie será rico. Tampoco pobre. Habrá abundancia para todos. La creación es para todos. Una mesa común con manteles largos para todos, decía Rutilio Grande. Cada uno con su taburete, para todos llega la mesa, el mantel y el con qué. La pobreza que bendice el evangelio es la que se va superando activamente con la construcción del reino de Dios. Por eso, la promesa a los pobres no es igual a las otras. Al hambriento le promete saciedad y a quien llora, alegría. Pero al pobre no le promete riqueza, sino el reino de Dios. Un reino donde habrá paz, alegría y presencia de Dios. 

La propuesta de las bienaventuranzas es atrevida y, aparentemente, perdedora. Sin embargo, tiene la virtud de romper la cadena del mal. El pueblo de Dios no sufre pasivamente el pecado del mundo, sino adopta una actitud positiva y una práctica diferente a la del reino del mal. El pueblo de Dios camina con hambre y sed de justicia, con un corazón sencillo y transparente, trabaja por la paz con entrañas de misericordia y soporta el peso del camino con mansedumbre. 


No solo los mártires son profetas. Todos hemos recibido el Espíritu de profecía para enfrentar la vida cristianamente. La vocación profética se origina en el bautismo y en la acción del Espíritu. No podemos, pues, fingir que no vemos las obras del mal, ni desentendernos de la realidad para no tener problemas. La profecía habilita para poner en práctica las bienaventuranzas, cuando el ejercicio del poder se caracteriza por el abuso y la violencia, cuando impone su yugo a costa de suprimir las libertades fundamentales y cuando oprime a los débiles.


Los mártires nos renuevan la invitación a defender a quienes los poderosos despojan de su dignidad y su libertad. Si los poderosos negocian entre ellos para explotar y oprimir, sordos al clamor de la gente común y los pobres, demostrémosles que otra manera de organizar la vida común es posible y necesaria. Una donde prevalezca el respeto al otro en su diferencia, la escucha atenta del clamor de las víctimas del poder y la ambición, la comprensión y el entendimiento, y la colaboración para alcanzar el bien de la totalidad. Esta otra forma de vida es posible y necesaria, porque el dinero y la violencia institucionalizada dejan tras de sí ruina, desolación y muerte.


No podemos pretender confesar al Señor Jesús, ni dar testimonio de vida cristiana sin practicar el derecho y la justicia. La confesión de fe se manifiesta en las obras. Las obras de la justicia son una exigencia de vivir la fe en el mundo y en relación con los demás. Cristiano es quien vive de acuerdo con las enseñanzas de Jesús. Los mártires nos exhortan a construir un pueblo donde prevalezcan el perdón, la convivencia y la solidaridad. 


Si el cansancio, la desilusión y la pesadez del camino nos tientan a dar todo por perdido y a abandonar el empeño, no olvidemos que los bienaventurados han aprendido a no contar más que con la salvación de Dios. En ese caminar, conocen, ya en esta tierra, la felicidad experimentada por Jesús. 

Los bienaventurados desconocen el cómo y el cuándo del reino de Dios, pero caminan movidos por una promesa, convencidos del valor intrínseco de su práctica. Cristo crucificado, los mártires y los crucificados de la historia son su norte. 

Director del Centro Monseñor Romero.

(Homilía de la misa por los Mártires de El Salvador, 12 de noviembre de 2022).

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