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OPINIÓN: Juan Orlando, ¡qué poco rato dura la vida eterna!

La historia de Juan Orlando es la tragedia de un hombre y la esperanza de un país entero. De una región. De un continente. De todas las personas, donde quiera que se encuentren, que han vivido acostumbradas a bajarle la mirada a las autoridades mientras estas abusan del poder.

Por Ricardo Avelar
Politólogo y periodista

Hace solo 85 días, Juan Orlando Hernández veía a su pueblo desde un trono lejano, desde una cima inalcanzable. Tan cómodo como puede estar quien se sabe poseedor del poder total.

Sus ocho años al frente del gobierno de Honduras estuvieron marcados por abusos, excesos y una concentración casi absoluta del poder. Además, por indicios de corrupción y de colusión con los actores más oscuros que Honduras conoce, y algunos que no termina de comprender.

Hace solo 85 días, su historia era la del gobernante que logró su reelección mediante una absurda maroma constitucional de jueces impuestos y serviles. Era la historia del presidente enemistado con la prensa y con sus críticos, y capaz de hacerlos silenciar. La del político en la cúspide. La de quien se sabe intocable y acaso indestructible. La de un dictadorcito edición third world.

EN IMÁGENES: Momento en que extraditan al expresidente Juan Orlando Hernández de Honduras a EE.UU.

Meses después, la misma persona que procedía con soberbia y prepotencia está a las puertas de enfrentar el peor temor de los corruptillos centroamericanos: la justicia de los Estados Unidos. Mientras escribo estas letras, Hernández está cerca de montarse en el deshonroso avión de la temida Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés). Solo de esa forma, el expresidente hondureño volverá al país que por la misma corrupción y sus presuntos vínculos con el narcotráfico le canceló su visa. Volverá al mismo país del que se ufanaba de ser amigo. Pero esposado y no aplaudido.

La historia del expresidente hondureño es la trágica balada de quienes no tienen a su lado quien les susurre “memento mori”, quien les recuerde que no son inmortales. Hace poco menos de tres meses, Hernández seguía gobernando a sus anchas, como semidiós, como quien nunca caerá.

Pero, como dice Joaquín Sabina, “¡qué poco rato dura la vida eterna!” Ni veinte días después de haber entregado la banda presidencial, JOH estaba entregándose a la justicia de su país, la cual cumplía el pedido de extradición de los Estados Unidos y lo sometía a la voluntad del aparato judicial otrora sumiso a sus designios.

Así, el mundo entero pudo por primera vez ver a un Juan Orlando derrotado, temeroso, encadenado. Sobre todo, a un Juan Orlando humanizado, que debe pagar lo que debe. Un Juan Orlando sin las prebendas o la impunidad que regala el poder, sin los jueces amigables, sin las argucias de las que se vale quien lo controla todo. El mundo entero vio a un ciudadano hondureño que va a enfrentar a la justicia y no al reyecito cruel y caprichoso.

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La historia de Juan Orlando es la tragedia de un hombre y la esperanza de un país entero. De una región. De un continente. De todas las personas, donde quiera que se encuentren, que han vivido acostumbradas a bajarle la mirada a las autoridades, a temer el mazo de la justicia y de cuando en cuando a enfrentar arbitrariedades mientras sus gobernantes hacen y deshacen sin consecuencia alguna. La historia de Juan Orlando es la brevísima y acaso simbólica redención de una Honduras saqueada e insultada.

Para los periodistas silenciados. Para los defensores de derechos humanos acosados. Para los estudiantes reprimidos. Para los opositores amenazados. Para aquellos que ya no están. Para todos los hondureños que sufrieron los desmanes del poder desbocado y desmedido. Para todos ellos, quedará la estampa del expresidente todopoderoso esperando su turno para estar en el banquillo de los acusados y resultará como una suerte de justicia poética. Efímera, sí. Con poco impacto en sus vidas, sí. Pero satisfactoria al final del día.

Juan Orlando, se acabó la vida eterna. Le deseo que reciba en la corte estadounidense un trato firme y sin prebendas, pero justo y apegado al derecho, algo que no tuvieron muchísimos hondureños por su culpa. Además, deseo que su historia sea un recordatorio para que todos, en todo lugar, sepan que el poder es un consejero peligroso, que emborracha y provoca delirios de imbatibildad. Pero que termina. Y, también parafraseando a Sabina, que lo peor del poder es cuando pasa, “cuando al punto final de los finales no le siguen dos puntos suspensivos”.

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