La actitud de algunos políticos y diplomáticos que pretendían (y pretenden), tapar el sol con un dedo fue una de las grandes preocupaciones del Dr. Guerrero y, por eso, en su libro El orden internacional, al pensar en el funcionamiento de la futura organización que debía remplazar a la Sociedad de las Naciones, hace una pregunta tan real como actual: “¿De que serviría, en efecto, entrar en discusiones tan aflictivas como las de la Sociedad de las Naciones, en que personalidades eminentes usaban toda clase de falsedades y argucias jurídicas para negar lo más evidente”.
Así las cosas, reconocer el importante papel de los pequeños y medianos Estados y hacer realidad el principio de igualdad sigue pendiente, pues la reforma de Consejo de Seguridad se ha convertido en un tema de discusión permanente y todas las propuestas hechas hasta ahora mantienen el veto que, como algunos han dicho, es “una institución anacrónica, discriminatoria y antidemocrática”.
Durante la negociación de lo que serían las Naciones Unidas, las delegaciones de Canadá y Nueva Zelanda habían manifestado su profundo malestar con el veto al afirmar que permitía a los grandes no solo gobernar el mundo sino también inmunizarse contra todo. Además, como señalan algunos analistas, el veto “ha sido utilizado por los miembros permanentes de manera sectaria, no en beneficio de los intereses colectivos, para proteger intereses nacionales y/o para cuestiones que ponían en peligro su propia percepción de las amenazas de la paz mundial. Esta es, de manera resumida, el grueso de la crítica que prologa las decenas de propuestas dirigidas a limitar el ejercicio del derecho veto…”
Hay una pregunta inevitable: ¿Qué garantías habría de que nuevos miembros del Consejo se comportarían de manera diferente y defenderían principios e intereses colectivos y no sus propios intereses? En 1963, la Asamblea General decidió aumentar el número de miembros del Consejo de 11 a 15, manteniendo, desde luego, los cinco inamovibles. Entró en vigor en 1965 y ha permitido más participación, pero no ha resuelto el tema de fondo: la desigualdad entre Estados.
La realidad vuelve y se impone: en este momento de la historia del mundo, no es realista pensar que los P5 aceptarían perder su gran privilegio y, así, “la reforma estructural real sigue siendo una perspectiva lejana: no importa cuánto reconozcan públicamente sus reglas injustas, es poco probable que los miembros permanentes socaven sus propias ventajas en el Consejo”.
Pese a todo, se dan pequeñísimos y modestísimos pasos, que no resuelven el problema de fondo pero que podrían servir, por lo menos, para dejar en evidencia ante la opinión pública mundial el uso del veto por un miembro permanente. En abril de 2022, la Asamblea General adoptó “por consenso una resolución que faculta al presidente del principal órgano deliberativo de las Naciones Unidas a convocar sesiones formales de la Asamblea cuando se produzca un veto a las decisiones del Consejo de Seguridad, ya sea por uno o más miembros permanentes”. ¿Cambiará esto el comportamiento de los cinco grandes? La respuesta es clara, sencilla y contundente: ¡NO!
En tal estado de cosas, sigue vigente el resumen que hace Brian Urquhart en su libro A Life in Peace and War (una vida de paz y guerra), sobre la realidad de las Naciones Unidas: “la historia de la vida política de las Naciones Unidas ha sido, en gran medida, la historia de un esfuerzo continuo por improvisar y eludir el obstáculo de las diferencias fundamentales entre las grandes potencias y encontrar sustitutos para la unanimidad de las grandes potencias que originalmente estaba destinada a ser la fuerza principal de la nueva organización”.
Agregando a lo anterior, como de cuando en cuando conviene llamar las cosas por su nombre, si bien a los P5 les ha resultado fácil culpar a las Naciones Unidas de muchos de los males del mundo, los países medianos y pequeños también han usado ese recurso en muchas ocasiones, y con gran habilidad para desviar la atención y evadir responsabilidades propias. Al afirmar esto no se trata de defender a los grandes ni de justificar el veto, sencillamente de recordar esta realidad, y recordar también que los países medianos y pequeños pueden lograr mucho si identifican objetivos comunes y se coordinan adecuadamente, como fue evidente durante la negociación de la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Contribuyeron a definir tanto la naturaleza y alcance de la Conferencia como su resultado, partiendo de la idea de los mares como “patrimonio común de la humanidad” que había lanzado el diplomático maltés Arvid Pardo.
Sea como fuere, la realidad en la Asamblea General, otro de los órganos principales de las Naciones Unidas, es muy diferente a la del Consejo de Seguridad, pues allí están representados los países de este mundo. Se creería que durante la negociación de lo que serían las Naciones Unidas este hubiera sido el tema menos conflictivo, pero no fue así, pues en la Conferencia de Dumbarton Oaks la Unión Soviética, representada por Andrei Gromiko, exigió que cada una de las repúblicas constituyentes de su país tuviera representación en la Asamblea, es decir, un total de 16. Esto disgustó profundamente a los Estados Unidos y al Reino Unido, y el presidente Roosevelt fue muy claro al afirmar que con esa postura no habría Naciones Unidas. Por suerte esto se superó más adelante.
La amplia participación en la Asamblea General la hizo posible el proceso de descolonización en los años cincuenta y sesenta, cuando tomó forma lo que el economista francés llamó el Tercer Mundo, en analogía al Tercer Estado francés [todas las personas que no eran parte ni de la nobleza ni del clero], en un artículo publicado en 1952 en el NouvelObservateur para referirse a los países que no habían quedado encuadrados en ninguno de los dos bloques de la guerra fría, el primer y el segundo mundo, y al esfuerzo de esos dos mundos por controlar, o por lo menos tener de su lado, a ese Tercer Mundo. Así, de 51 miembros en 1945 pasó a 110 en 1962 y 193 en 2011. Esto ha llevado también a que la Organización se ocupe de temas como el desarrollo económico, la alimentación, el agua y la población, entre otros.
En su libro The Parliament of Man: The Past, Present and Future of the United Nations (el parlamento del Hombre, pasado, presente y futuro de las Naciones Unidas), Paul Kennedy recuerda que detrás de la estructura de las Naciones Unidas hay una troika de pensamientos convergentes: seguridad; prosperidad; y comprensión. Por consiguiente, para revertir la guerra y la agresión, los fundadores pensaron que era necesario establecer sólidos mecanismos militares y de seguridad controlados por el Consejo de Seguridad, pero que para evitar que los Estados se vieran arrastrados al conflicto y la desesperación, debían existir políticas económicas más positivas y proactivas para lograr integración comercial y financiera y prosperidad compartida. Añade que los fundadores, conscientes de que la inestabilidad, los celos, el nacionalismo y la agresión se veían afectados por masivos prejuicios culturales, religiosos y étnicos, no se limitaron a proponer instrumentos militares y económicos e intentaron poner en marcha un aparato para promover las aspiraciones sociales y culturales que estaban incorporadas en la Carta.
Las resoluciones de la Asamblea General no son obligatorias, como pueden ser las del Consejo de Seguridad, pero si tienen fuerza moral importante. Además, la Asamblea General ha tenido un papel en el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, por ejemplo, en 1956 tras la intervención de Francia, el Reino Unido e Israel en Egipto por la nacionalización y cierre del canal de Suez. La Asamblea General, por sugerencia de Canadá, decidió establecer la Fuerza de Emergencia de las Naciones Unidas (UNEF I), porque el veto del Reino Unido y de Francia impedía que el Consejo de Seguridad actuara “para poner fin a la intervención y las hostilidades”. Al ser así, se planteó el tema de la naturaleza y del alcance de esa operación autorizada por la Asamblea General.
El profesor Maxwell Cohen, en un artículo publicado en 1957, señala que en el Informe Final de la misión se sugiere que las decisiones por las que se estableció la Fuerza de Emergencia se basaron en la resolución “Unión pro paz”(aprobada en 1950 para facultar a la Asamblea General a adoptar medidas si el Consejo de Seguridad no lo hacía por el veto de unos de sus miembros permanentes), y que fue limitada porque requirió el consentimiento de las partes interesadas. Añade que hubo dos consentimientos: el de los Estados miembros que proporcionaron los contingentes, y el del Estado en cuyo territorio se desplegó la Fuerza de Emergencia. También indica que el secretario general hizo el importante punto constitucional de que, puesto que la Fuerza no fue creada por el Consejo de Seguridad, no fue una fuerza militar sino una fuerza policial, diseñada para lograr el cese de hostilidades y la retirada de las fuerzas, pero no para imponerlas.
Francisco Galindo Vélez es exEmbajador de El Salvador en Francia y Colombia, ex Representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Argelia, Colombia, Tayikistán y Francia, y ex Representante adjunto en Turquía, Yibuti, Egipto y México.