La historia, que siempre es tan amable con los vencedores, le atribuyó una leyenda a Atila (394 – 453 de Nuestra Era) y a su famoso caballo llamado Othar -les dejo el nombre ya que el equino es mucho menos conocido que el del brioso corcel de Alejandro Magno, regalo de su padre, Filipo II de Macedonia, llamado Bucéfalo; o del de Julio César, llamado Genitor, en memoria de su propio progenitor-; el punto es que se creía que a donde el caballo de Atila pisaba la tierra, la grama no volvía a crecer.
Eso era cierto, pero no porque su montura tuviese propiedades herbicidas, sino porque eran tantos y tantos guerreros que montaban detrás del Señor de los hunos, que se formaba una carretera natural que extinguía la vegetación del suelo luego de miles y miles de cascos pasando sobre el mismo tramo, machacando el suelo hasta extinguir toda vegetación.
Parte de la fama de Atila se deriva de su contacto con los romanos. Estos, si bien es cierto estaban acostumbrados a tratar con los “bárbaros” -recordemos que antes, ahora y mañana, se le llama “bárbaro” a todo aquel hijo de la vecina que no tiene nuestro color de piel y no observa nuestras costumbres-; pero los bárbaros, es decir, los pueblos que rodeaban el imperio romano, más o menos se habían “civilizado” luego de siglos de coexistencia con los cultos y legalistas romanos… por tanto, no estaba preparados por el mazazo que se les vino encima personificado en Atila y sus fieros guerreros hunos.
Callínico en su “Vida de San Hipatio” dejó para la posteridad una idea sobre la fiereza guerrera de ese pueblo: “ante la presencia de los hunos, los pobladores de las ciudades huyen mientras son asesinados en su loca carrera para salvarse. Asesinaron a tantos que era imposible contar los muertos ¡No respetaron iglesias ni monasterios! La muerte se enseñoreó con los monjes y doncellas que degollaron”.
Los cronistas nos transmitieron una imagen negativa de Atila. Prisco de Panio, embajador romano que lo conoció personalmente, lo describe en su obra Historia Bizantina como “bajo, robusto, piernas arqueadas de cabalgar, cabezón, ojos hundidos, nariz chata, barba rala, irritable, irascible”, es decir, como mandado a hacer a Ilobasco, pero mal hecho. No obstante, resulta más que interesante la descripción de la cena con la que Atila recibió a Pristc en su carácter de embajador de Roma: “Prepararon para nosotros una opípara comida servida en vajilla de plata, pero Atila no comió más que carne en un plato de madera. Mientras que al resto de los convidados a la cena nos sirvieron en cálices de oro y plata, su copa también era de madera, en esa cena, al menos, brilló como un líder templado”.
Quizás fue su carácter de líder comedido y estratégico lo que hizo que Europa, tan esnob, tan decadente, se postrara ante la fuerza de su mano guerrera. Durante ocho años saqueó a voluntad el imperio romano, llegando a las puertas de roma y Constantinopla, lugar a donde surge otra leyenda: el encuentro de Atila con el papa León I. Se dice que, en el año 452 de Nuestra Era, el papa junto a un grupo de valerosos clérigos que entonaban latines y plegarias leídas de los libros sagrados, salieron a enfrentar a Atila y provocaron que el temible guerrero se detuviera ante la santidad que emanaba del pontífice y decidiera no saquear la ciudad.
Lo cierto es que Atila y su tropa estaban fatigados y mermados derivados de una muy, muy larga campaña de guerras, saqueo y pillaje. Un año antes del encuentro con el papa, es decir, en el 451, Atila había sufrido el primero de una serie de reveses militares, ocurrido en la campaña de los campos Cataláunicos, a donde se enfrentó con el ejercito combinado de la confederación de romanos y visigodos. Además, como buen líder, era notoriamente pragmático, prefería aceptar el “rescate” pagado por el papa, que meter a sus soldados al avispero que implicaría atacar Roma.
Luego de tantas y tantas aventuras, Atila, el “Azote de Dios”, muere a los cuarenta y ocho años. Una muerte inesperada, sufrida por un percance ocurrido en su noche de bodas. Se especula que, luego de pasar una noche loca con su nueva esposa, una princesa Goda llamada Ildico, que era, para describirla con una palabra, algo matona, se le estalló una arteria. Pobre, tan simpático que era.
Toda Europa pudo respirar tranquila… hasta la aparición de un pueblo, si cabe, un tanto más fiero: los Vándalos, que regalaron a la posteridad su nombre para designar con él cuando un grupo de personas ejecutan actos de violencia gratuita. Ellos asolaron Roma de una forma que dejó profundas cicatrices en la historia. Pero bueno, eso es materia de otra columna.
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica