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Amor en tiempos del teléfono público

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Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

Mi graduación como bachiller del Liceo Salvadoreño fue la época más fascinante de mi vida. A duras penas podía creer que estaba saliendo graduado del colegio que fue mi casa durante 13 años, incluyendo, claro, mis clases de prepa con la Señorita Toyita, ahora de grata recordación.


El último semestre de mi último año estuvo generosamente poblado con “fiestas de despedida” que, como jóvenes inmaduros que éramos, disfrutábamos como monos de gitano, totalmente ajenos de los nefastos efectos en las transaminasas y triglicéridos que, de hecho, ni siquiera sabíamos que existían.

En una de esas, terminamos de madrugada en una especie de Seven Eleven ahí por la Avenida Olímpica, en un local donde ahora se ubica una sucursal de una respetable cadena de farmacias. Su única cualidad para ese entonces era que estaba abierto las veinticuatro horas y tenía parqueo.


Profundamente dormido en el carro -ya que, lo confieso, eso de trasnochar nunca se me dio muy bien- mientras mis amigos continuaban con la fiesta, aparece un compañero del colegio a quien llamábamos “el Ejote” -por razones obvias- y de quien omitiré su nombre-por razones de confidencialidad-. Resulta que el Ejote era, como le llamábamos en esa época a las personas musculosas, “cholo”. Como contraparte, yo era un enclenque de apenas 120 libras, talla 28 de pantalón.

Así de peche como era, llega el Ejote y para despertarme me sacude violentamente. Sentí que se me desprendía la masa gris del cráneo de la sacudida, solo atiné a preguntar “¿qué pasa?”. Y me dice “la Paty me cortó”. Mi mente tardó todavía unos segundos en procesar la información, “¿y qué querés que haga?” atiné a contestar. “Vení conmigo” me dijo.


Lo próximo que sentí fue que el Ejote agarró mi antebrazo y me llevaba en volandas, como cuando un niño corre con una piscucha. Dado que mi peso corporal en aquellos entonces se podía medir a nivel subatómico, sentía que iba caminando en el aire, no recuerdo haber tocado el suelo en el trayecto. Finalmente llegamos a un teléfono público de ANTEL que estaba en la esquina y me dijo “marcále a la Paty”.


Abrí los ojos como platos “¿y que querés que le diga si ni la conozco?”, “vos decile que la amo” fue su castrense respuesta. Acto seguido me dio una “suegra” (Aclaración para los que nacieron en la era de la dolarización: una suegra se llamaba a la moneda de a colón, que tanto te servía para hacer una llamada, como para comprarte un mango twist con alguashte). Procedí a marcar… 22-89-xx… en aquella época, solo eran 6 dígitos.


Alguien contestó. Eran las 6 de la mañana. Atine a decir algo con voz cavernosa de recién levantado que sonaba como un “¿buenozzz díasss, me comunica a Paty po’ favo’?”. Era la empleada y procedió gritar a todo pulmón como pregonero de pueblo: “Niña Paty, aquí le habla un muchacho que habla arrastrado”.


No la escuché llegar al auricular, supongo que venía corriendo descalza para evitar que sus padres se enteraran del escándalo de una llamada a horas inapropiadas. Inmediatamente identificó al supuesto sujeto de la llamada, supongo que su lista de “muchacho” era corta. Así que fue directamente al grano “mira Ejote, no quiero saber nunca más de vos. Te odio”. Atine a responder, “no soy el Ejote”. “¿Y quién sos pues?”. “Max”. “¿Y quién diablos es Max?”. “Un amigo del Ejote”. “A pues -me dijo llorando- decile a ese hiju’e’la’gran’@3># que no lo quiero volver a ver en mi vida”.


Puse mi mano en el auricular e intenté decirle al Ejote “mira dice que…”, pero me agarró violentamente de mi solapa para sacudirme. Sentí que un botón de mi camisa que decía “Bachiller ‘89” salía disparada, mientras oía un leve crujido en mi clavícula. “Decile que la amo”. Acto seguido ella decía “¡decile que lo odio!”. Atrapado entre dos fuegos y con el auricular de ANTEL en la oreja, sugerí al Ejote con tal de librarme de semejante entuerto “mira, toquémosle una serenata aquí en el teléfono”.

Acto seguido, el enamorado fue a despertar al Gato que siempre andaba una guitarra el baúl del carro y empezamos, todos desafinados, a cantar “reloj no marques las horas”. Larga historia corta, el Ejote regresó con su novia. La última vez que los vi, estaban bailando cachete con cachete en la pista de baile en mi graduación. Fue mi colaboración personal a ese tipo de historias de “vivieron felices para siempre”.

Abogado, Master en leyes/@MaxMojica

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