Cuando el Estado de Israel dejó de estar en Gaza en el año 2005, el autogobierno de la zona quedó en manos de la Autoridad Palestina. Dos años después Hamás dio un golpe de Estado y terminó con el gobierno anterior, suspendiendo los permisos para pasar a trabajar en Egipto o en Israel, y convirtiendo la franja de Gaza en un santuario desde el que lanzaban ataques al territorio de Israel.
Ese fue el primer mensaje práctico de Hamás con respecto a la atención que pone a las necesidades de la gente, y da una luz para entender cómo -sabiendo que la respuesta de Israel al ataque directo sería implacable- no se detuvieron en consideraciones a la hora de provocar al dragón dormido, que lleva vomitando fuego desde 7 de octubre.
Hamás no es un pequeño grupo de exaltados religiosos. Según los últimos datos tiene unos 35,000 integrantes, organizados en una estructura enorme y compleja. Reciben muchas ayudas financieras y por eso para ellos no es problema ni el modus vivendi de sus miembros, ni contar con armas y equipo militar.
Según los informes, los israelitas, contrastando con lo anterior, parece que confiaban que Hamás no se arriesgaría a que su gente perdiera los 18,000 permisos de trabajo que habían concedido, y quizá por ello confiaban en que no se daría una agresión como la que se dio.
Ahora, a raíz del ataque -demasiado tarde-, los israelitas se han propuesto cambiar la situación de Gaza “de una vez por todas”. Una de las declaraciones más peligrosas que pueden darse en Oriente Medio, como explica Thomas L. Friedman en una columna publicada recientemente en el New York Times. Pues, escribe: “todos estos movimientos islamistas/jihadistas: los talibanes, Hamas, ISIS, Al Qaeda, Palestina, la Jihad Islámica, Hezbolá y los Hutíes, tienen profundas raíces culturales, sociales, religiosas y políticas en sus sociedades; y acceso a un sinfín de jóvenes humillados, muchos de los cuales nunca han tenido nunca un trabajo, poder o una relación romántica: una letal combinación que los hace fáciles de movilizar para el caos”.
Por esto, alguien que declare que va a solucionar por medio de una intervención militar a fondo, una situación “de una vez por todas”, muestra un desconocimiento profundo de la realidad, o un grado de fanatismo comparable al de sus enemigos.
Como escribe un buen conocedor de lo que está pasando en Israel: “No es que no se viera que Hamás se armaba. Era como que estábamos ante un modelo de enemigo `potable` con el que cada seis meses había un `diálogo` de fuego y misiles, y pensábamos que con eso se liquidaba el asunto. Ellos tiran, nosotros tiramos. En los últimos enfrentamientos con misiles, si se presta atención, se verá que los dos lados se esmeraban para que no hubiera muertos. Disparaban a lugares desiertos. Pensábamos que ese era el modelo, y nos dormimos. Ha sido un error colosal. ¿Cómo no lo vieron? es la pregunta de cualquier persona con dos dedos de frente, y la respuesta está en el viento en este momento”.
Quizá, en última instancia, la explicación de la “ceguera” de Israel ante los preparativos y el equipamiento de Hamás que desembocó en el ataque se pueda comprender un poco mejor desde la perspectiva recién expuesta: parecería que estaban convencidos de que los de Hamás no serían tan imprudentes como para desencadenar una agresión como la que lanzaron debido a las consecuencias (económicas, militares)… pero, el fanatismo es así, provoca una intuición asimétrica de las realidades entre un enemigo dispuesto a todo y otro que no lo está.
En octubre de 2023, como en el ataque del Yom Kipur de 1973, los israelitas creyeron que el enemigo no lanzaría un ataque que provocaría una guerra perdida de antemano. Y, como entonces, también hoy día se equivocaron.
Ingeniero/@carlosmayorare