En tardes grises de nostalgia el marino trovador miraba las ballenas de acero entre las olas, buscando algún lugar, al igual que los navíos del destino. Entretanto, iban y venían soles de dorado metal, deshelando el amor de todo lo perdido. Entonces volvía a preguntar al Mago celeste de su soledad: “¿Por qué no vuelve quien espero? Entre sendas me pierdo y no sé si su amor fue real o tan sólo ilusión. Me hiciste, gran Señor, aparecer un día del aire y de la nada. Ni antes ni después de la felicidad. En tu acto de magia metiste en una jaula al azor volador que un día fui sobrevolando la vida. Indómito y feroz como las mareas. Después -descubriendo la caja- lo convertiste en mí. Navegante sin velas y sin oriente. Soy como tú, el único actor de mi destino. Yo era libre antes de amarla, luego soy prisionero de ese mismo amor. Un dulce y doloroso idilio como el de muchas almas de la mar. Como antes dije, nunca imaginé que mi amada ave marina me enseñara a volar. Como tampoco imaginé enseñarle yo a versar sobre páginas en blanco o escribir en el aire versos a la vida y al amor. Siempre sobre promesas y desengaños.” (VIII) (De: “El Mar de las Leyendas” C.B.)
El vuelo del azor en una jaula
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