Hay un árbol de jocote en el patio de la casa solariega enclavada en la cumbre. Su verde follaje es armonioso y fresco. Es tiempo de frutecer con sus “jocotes de corona”. Así de tiempo en tiempo como el alma humana, en algún lugar de la vida o cumbre lejana. Las raíces del árbol sustraen de la tierra la miel, el sabor y el perfume que tendrán sus frutos. De la misma manera que el ser humano sustrae de sí mismo y de la nada sus hermosas creaciones y de la vida lo dulce y lírico de su milagro. Mas no sólo el jocote -”xocote” -en lengua aborigen- ha florecido, sino en realidad la fronda entera. En poco tiempo habrá frutos en sus ramas prodigiosas. Entretanto, surgen de la espesura de umbríos cafetales una suerte de pájaros del paraíso: nerviosas oropéndolas (chiltotas doradas); pijuyos cantores; celestes urracas; “almas de perro” (los “piscoy” en náhuatl, ave de cobrizo plumaje y cola larga blanquinegra de gran misterio); las cocochas o “cococicas” nidícolas; los anunciadores clarineros y una suerte de innumerables aves mágicas. Allá lejos, en la cumbre benévola donde nacen las nubes y mis sueños. El jocote florecido de pájaros ha vuelto a vivir con su floración cantora de alas en libertad. Es la primavera ecuatorial que regresa a los campos, como puntual promesa del árbol y la vida.
El xocote florecido de pájaros
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