Después de practicar ilusionismo en todos los circos del mundo -del mundo de los sueños, claro está- el mago de nuestra historia hizo aparecer el amor. Éste surgió de la nada, como habían aparecido sus conejos, sus rosas, sus mujeres hermosas, sus globos de colores, las doradas llamas de sus fuegos artificiales… Pero aún esa luminosa felicidad del mago fue quimera, delirio y ensueño, como lo habían sido las apariciones de su show, y todos sus delirios y artificios. La muerte de cualquier mago es cuando pierde la magia. Cuando deja de ser mágico y se esfuma en escena. Fue así cuando el ficticio mago de nuestra metáfora –la metáfora divina- perdió su genio de encantar a las audiencias. Fue cuando supo que era hora de partir de escena e ir a buscar otras magias y otras lunas estelares. Al no tener más magia que alcanzar, alzó sus ojos hacia la anchurosa noche y buscó en las estrellas. La siguiente magia por aprender y alcanzar estaba en los confines del firmamento. Era la magia celeste. La del Gran Ilusionista de la Creación. Esa magia ancestral la practicaron los profetas. Los mismos magos de Oriente que tomaron el camino de la estrella para hallar al Nuevo Hombre, gran mago del amor. Todo gracias al divino Encantador del cosmos, creando en su debut la vida y el paraíso. (VI)
La magia celeste
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