Una reportera entrevista al iniciado en las artes mágicas. No precisamente al ilusionista de circo o de salón, sino a otro ilusionista. Al que practica la magia de los santos, los místicos y los anacoretas. Aquel que aspira alcanzar la magia última de la escala gnóstica: la magia celeste. Aquella dimensión de lo creado, donde el milagro y el prodigio pueden volverse realidad. La cronista pregunta: “Usted, dice, está regido por El Mago en el grande y misterioso libro de la Vida. ¿Cree en la magia?” “Sí, definitivamente -responde el místico. El Mago rige a Virgo y sí creo en la magia. He practicado varias suertes de magia. Amar la magia es amar la vida, porque la vida es magia. Realidad e ilusión. Lo que ocurre es que muchos ya no ven la magia cotidiana del gran milagro: Que de un huevo -por ejemplo- surja un ave de bellos colores o que de una semilla todos los bosques del mundo…” “¿Qué clase de magia ha practicado?” continúa la reportera. El anacoreta responde: “La magia de las palabras y de los alfabetos sánscritos del Akasha, el Universo. En el principio de la historia las palabras tenían un poder mágico, como lo tienen ahora. Pero entonces las palabras eran consideradas mágicas, porque surtían un efecto sobrenatural en las personas: transmitían sucesos y pensamientos; persuadían, lograban resultados deseados. Lo triste es que la otra Humanidad suele callar, mentir o hablar al vacío. Allí es donde termina el prodigio del verbo universal.” (I)
La magia de la vida y las palabras
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