Antes de pasar de largo en las sombras del amanecer, el ladrón de la historia -llevando consigo su invaluable botín- se detiene y se recrea un instante delante del monumento de oro de la Santa Patrona de las prostitutas. La misma que en la plaza desierta yace inmóvil y eterna sobre su pedestal, viendo al cielo con sus ojos lejanos, como si buscara la luz de una estrella o la redención de sus pecados antes de ser dilapidada por la ciega multitud. Es la efigie sagrada de la patria. La gran ramera de la esperanza. Cobrando a todos el pan, los tributos, la paz, el deseo carnal, la esperanza de un mundo mejor. Vendiendo la risa y la libertad al mejor postor: a traficantes y usureros; a los ilusionistas; a los falsos profetas y arlequines del infierno, que es el mundo inferior. El mismo reino de las sombras: de los olvidados, de los parias, de los asesinos, de las fieras en condena y perfumadas damas de la noche. El tenue resplandor del amanecer se enciende sobre los grises edificios de la patria en sombras. Han muerto muchos en la selva de concreto. Sin embargo, después del dolor, algo maravilloso suele suceder. La santa patrona de la noche está a punto de hacer el gran milagro: que vuelva a amanecer la vida. El ladrón de monumentos no sabe entonces si llevarse el oro de la efigie patria o si llevar tan sólo su promesa o su deseo carnal. (yII)
Réquiem a la santa patrona de la noche
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