Existen viajeros del tiempo que pasan por nuestra vida. O por nuestra vida que pasa, da lo mismo. Que así como llegan en un vuelo de las seis -que es el número de los enamorados- se van en otro vuelo: los inciertos amantes; los fugaces; los eternos. Ella y él tenían vuelos diferentes pero un mismo ilusorio anhelo. Compartiendo en un café, cada quien escribió en un papel su nombre y dirección, para buscarse luego en las inmensas urbes del ensueño: dantescas, míticas, casi irreales. Donde se pierde fácilmente un viajero, un nombre, un destino, un romance… Imperceptible. ¡Casi humano! Ella no se esfumó en el mundo, sino en el viajero. Después de partir en diferentes vuelos, cada quien buscó su dirección en su bolsillo. Fue poética su tristeza y desengaño al ver su mismo nombre y dirección en el papel. Habían confundido los papeles. Así se esfumaron en las luces lejanas sus nombres, vidas, risas y destinos. No en los abismos del aire, sino en su propio abismo azul de terracota. Como dice la conseja: partir es morir un poco. Al decir adiós al viento y al vacío. Como suele ocurrir con los fugaces viajeros de la vida. Lejanos. Sin luz ni paraíso.
Viajeros en el tiempo, perdiendo el paraíso
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