Espiando al mago Azar en su laboratorio de luces incandescentes le vi sacar del aire la felicidad. Se la guardó a un lado del corazón. Después se puso a llorar para saldar a la vida su fortuna. Como lo hacemos tantos en el mundo. Sacó de una verde probeta una luz que se convirtió en dragón. En dragón chino, claro está, por eternos y luminosos. Por más que yo le miraba no atinaba a descifrar sus trucos. Aún más: pensaba que estaba realmente loco -como decían algunos- y se habría creído de sus mismos ilusorios engaños. Pero si yo los veía… ¿También lo estaba yo? Cierta noche -espiándole por la pared a fin de descubrir el secreto de uno de sus mejores trucos- presencié algo desconcertante. Hablaba a solas con una mujer a quien llamaba Magila. Le vi luego perderse en la penumbra del laboratorio y convertirse en un resplandeciente y seductor espectro. Me acerqué más al agujero para verle desaparecer entre llamas de pasión. Luego reapareció en escena evocándola a ella, su amada ninfa. Fue cuando empezó a surgir -del esplendor de su feliz locura- el rostro pálido y encantador de Magila ante él. Los aplausos llenaron la noche del imaginario teatro. Allá donde una estrella devino en dragón y el dragón en estrella. Eternos e irreales. Como lo es Véspero en el amanecer de la vida. Allá en el gran teatro del mundo donde siempre pagamos con lágrimas y aplausos la felicidad. Nota: el mago tenía mi mismo rostro.
El mago, la estrella y el dragón chino
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