Gavino -como su mismo nombre lo dice- venía de “gavina” que es “gaviota”. Era un campirano –labrador, pescador, buscador de colmenas y de estanques encantados—que vivía en las cumbres de la cordillera del Bálsamo al sur del país. Tenía la rara costumbre de mirar al sur, hacia la llanura costera, pudiendo a veces -desde la lejanía- divisar el mar como una inalcanzable sombra azul cobalto. Frente a frente la sombra del gavino y la del lejano océano austral. Pero Gavino, a pesar de ser gaviota, era gavino sin mar. No sé si era que el mar se había quedado sin Gavino o era que el gavino había quedado sin mar. Pero entonces quedaba muy lejos el piélago y más aún su conquista. A pesar de tener una bonita mujer y dos graciosos hijos, solía estar triste. Descubrí entonces en su negra mirada al hombre contra la vida y el destino, perdiendo el mar y el paraíso. Precisamente el que labraba la tierra y daba el pan a otros, era el más desposeído de la patria. No el más triste, -porque buscaba la miel de las colmenas en la fronda- pero sí el que había nacido sin alas y sin mar. Un día -después de muchos años- regresé a aquellas cumbres y vuelvo a ver que nada había cambiado: el mismo paisaje, el mismo rancho, el mismo perro, el mismo lucero, los mismos gallos y al mismo labrador parecido al gavino de mi historia. Con el mar en su mirada, pero sin él.
Gavino sin mar
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