Al lejano planeta Kepler lo iluminan dos soles. Uno dorado y brillante como la vida y el otro rojo como la pasión. Kepler 16-B -recién descubierto por la astronomía moderna- orbita alrededor de esos dos soles y, por consiguiente, tiene al día dos amaneceres y dos atardeceres. Nuestro planeta, en cambio, sólo tiene un amanecer y un atardecer. El mismo dorado amanecer del amor, de la cumplida promesa. El mismo ardiente sol del atardecer de la gloria. Una alborada nada más tiene la humanidad terrestre. Amorosa y cruenta civilización, habitante de un apartado planeta de un solo amanecer; el mismo astro reflejo, perdido en los abismos intergalácticos del “Acasha”, el Universo. De esta manera se describe la parábola del divino drama: la historia registra que, hasta hoy, no ha existido civilización alguna en la Tierra que escape al ciclo cósmico existencial de: nacimiento, esplendor y caída. Es decir, que todas han sido civilizaciones de un solo “amanecer”. Por igual, cada uno de nosotros tiene al nacer una sola oportunidad para vivir, crecer, amar y conquistar, para luego eclipsar como las estrellas en el vacío cósmico de la creación.
El mundo donde amanece dos veces
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