Durante aquel año los aldeanos perdieron muchas cosas. Todo ello por el seco verano que tanto les llevó. Talismán solía sentarse bajo la sombra de los álamos del parque a esperar la caravana de aquel circo perdido. Sabía que la edad de las bailarinas era breve como la juventud de su risa. Después de los dieciocho años les invadía la prisa y empezaban a buscar un lugar donde irse en busca de éxito y fortuna. En ese lapso decidían dejar la academia y largarse a bailar a otras ciudades, antes que pasara su breve edad florida. Bajo la sombra de los árboles Talismán cerraba los ojos y era entonces que aparecía ante ella el carro de los malabaristas, arribando a la aldea. Quería luego irse con ellos, pero al abrir sus ojos la colorida caravana volvía a desaparecer. Pensaba que un día de tantos -cuando ésta volviera- los cerraría para siempre, a fin de ya no despertar e irse así con los circenses. Cuando niña negoció imprudentemente su anhelo -a cambio de su vida- con un lejano mago estafador. “¡Carajo ilusionista!”-renegaba. Y era normal. Imaginen: ¡Dar su vida por un acto ilusorio! Todas las mañanas al despertar no sabía si ese sería su último día, si por azar llegaba el Cobrador de Sueños a saldar la vieja deuda. Surgiendo del aire el mago “Azar” decía a Talismán: “Cuando decidas realizar el acto, abre este sobre. Pero recuerda que luego de obtener el prodigio de volar ya no serás dueña de tu vida. La habrás dado a cambio de una brisa pasajera.” (VIII)
El carro de los malabares
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