¿Se puede sujetar todo el peso de una sociedad en una mera idea? ¿Pueden los hilos de una consciencia colectiva aupar al monstruo humano? La invisible esencia de la justicia, como ya he dicho antes, controla hasta las más grandes injusticias. Porque nos mentimos, nos engañamos, porque la vida es más sencilla, más llevadera al lado de una mentira. Somos justos, o eso creemos, somos aquellos a los que el Señor prometió saciar, somos los ojos de Dios en la selva terrenal. Nosotros, los justos, somos los defensores de todo lo que es bueno, o eso queremos creer.
Porque la mentira es piadosa cuando hace más llevadero el dolor, pero la piedad no deja de ser un espejismo. Un engaño, a pesar de tener bondad en su interior, sigue siendo un engaño. El embuste se multiplica, nos lo inculcan al nacer. Las nociones de justicia son más viejas que el tiempo mismo, porque nos gusta categorizar. Meter en casillas todo lo que nos rodea, lo bueno va con lo bueno, lo malo se va con lo malo. Pero somos seres imperfectos, somos individuos que fallan más de lo que aciertan. Por mucho trabajo, por mucha escritura, por mucha legislación que se haga, la injusticia se mantiene dentro de nosotros porque, ¿qué es más justo que ayudarnos a nosotros mismos?
Ahí está la semilla de la ceguera, ese es el inicio de la mentira. ¿Cómo puede ser algo que me ayuda injusto? ¿Cómo puedo ser yo, alguien justo, injusto en mi accionar? Si esto lo hago para ayudar a mi familia, salvar mi compañía, conseguir mi sueño, ¿cómo puede ser injusto?, te preguntas. Esa es la pieza principal de la ilusión de la justicia. Creer que el bien contrarresta el mal, pero el bien y el mal son dos entes separados, dos universos que no están conectados. Tanto nos gusta vivir en el embrujo de esta fantasía que nos enredamos en cuentos, fábulas y parábolas que manifiestan el éxtasis de la vida de la “justicia”.
Estas ideas se cuelan hasta en las más gruesas capas del largo ropaje civilizado. El Estado tiene que ser justo, debe ser justo, porque si no lo es, entonces no es Estado. Pero el Estado no es justo, no con todos, eso es lo que no vemos, eso es lo que nos ocultamos. La maquinaria estatal es un ente que cobra por su justicia y cobra algo más que tu dinero. Porque la justicia cuesta y cuesta mucho. Y es que no quiero que esto se entienda como habladuría anarquista, sino que se tiene que leer como una mera observación de lo que la idea de la justicia es en realidad. Porque el valor de aquello que consideramos justo viene marcado por un precio aún mayor.
Ahora, ¿cómo sobrevive un animal ficticio y malherido, como lo son los órganos legislativos, judiciales y ejecutivos? Con impuestos, ¿cierto? Los impuestos son justos porque de ellos nacen todas las infraestructuras, herramientas y demás enseres que necesita una nación para soportar las vidas de sus ciudadanos. Son justos porque buscan proteger, ayudar y aguantar a aquellos que se integran en la sociedad, son equitativos porque ayudan a aquellos que se encuentran desprotegidos a la intemperie del abandono social, ¿no? Pero, ¿de dónde nace este dinero? Del sudor propio y ajeno, ¿verdad? No del todo. Las injusticias se encuentran escondidas, como ya lo había dicho, dentro de la justicia misma, porque somos imperfectos y usamos nuestra propia ablepsia para tapar las fisuras de la hipocresía. Retomando mi punto, ¿qué elementos tienen una alta carga de tributo estatal? El tabaco y el alcohol, por ejemplo.
Entonces, hablando de justicia, ¿no es injusto sujetar todas las infraestructuras, herramientas y demás enseres que necesita una nación para soportar las vidas de sus ciudadanos en la esperanza de que parte de esos mismos ciudadanos se mantengan adictos a estas nocivas sustancias? [FIRMAS PRESS]
*Escritor panameño.