Ella se llamaba “Esperanza”. Habitante de una barriada donde -precisamente- muchos suelen perder la esperanza ante el destino adverso. Su pequeño hijo de apenas tres años no podía pronunciar bien su nombre. En vez de Esperanza le llamaba “Pelancha.” Feliz de verla regresar a casa del trabajo, corría hasta sus brazos, diciendo jubiloso: “¡Ya v´inites Pelancha!”. Un día de tantos la “Pelancha” no volvió. Víctima de la guerra del hombre “lobo del hombre” la encontraron sin vida en un callejón. Al darse cuenta de aquello, el chico gritaba suplicante al destino y al rostro de Dios que todo ve: “¡Que no muera la Pelancha!” Tristemente era demasiado tarde. De igual manera que muere la esperanza en el desierto de la vida. Unas veces por la miseria, la tragedia, un desastre natural o -en el común de los casos- por la guerra. Ya entre la delincuencia o en las cruentas guerras raciales del mundo. “No Matarás” -dice la ley divina judeocristiana. Ya en París, África, Cisjordania o Medio Oriente. Pero el moderno Caín ha olvidado el santo mandato. Ante una civilización que atardece en medio de su esplendor, sólo nos queda pedir a la divinidad: ¡Que no muera la Esperanza! O como pedía el niño de esta historia: “¡Que no muera la Pelancha!”
"Que no muera la Pelancha!"
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