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Más allá de lo útil

En el fondo se ha perdido el concepto clásico de dignidad humana explicitado por Kant con su célebre “nunca se puede tomar al ser humano como medio para algo, sino solo como un fin en sí mismo”. O, dicho de otro modo, que nunca habrá razones suficientes para tratar al ser humano como una cosa, un instrumento, como algo que sirve para algo.

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Por Carlos Mayora Re
Publicado el 20 de enero de 2023


Hace unos días platicaba con una persona y veíamos cómo inevitablemente los seres humanos estamos cableados para perseguir lo que nos hace felices. De la misma manera considerábamos que, de hecho, como se refleja en muchas series o películas, en las letras de canciones y en los chats de redes sociales (que en cierto modo han sustituido el papel que la literatura tuvo durante siglos para forjar el carácter) se presenta una situación interesante: hablando generalmente, se confunde la Felicidad con las pequeñas felicidades.

Puestos a simplificar, o a “echarle la culpa” a algo fácil de identificar, podría pensarse en lo que siempre se ha conocido como utilitarismo. Una mentalidad, una teoría ética, que se ha instalado con profundas raíces en la cultura actual, y que define la bondad o maldad de las acciones, su corrección o incorrección, basándose principalmente en sus consecuencias respecto a la persona que actúa.

En su modalidad más radical, el utilitarismo propugna aquello de que el fin justifica los medios, algo así como que “no pasa nada si se hace un mal por conseguir un bien” pues ese bien que se persigue convierte en “buenos” los medios que se pongan para alcanzarlo.

De modo que hoy día se dan como humanas -con una facilidad pasmosa-, acciones que son contrarias a la misma dignidad humana, como por ejemplo la tortura para obtener información destinada a salvar vidas, la creación y manipulación genética de embriones humanos para descubrir cura de enfermedades, el encubrimiento de delitos por un “bien superior”, la captura y encarcelamiento de personas saltándose alegremente leyes y regulaciones con tal de conseguir una paz transitoria, etc.

Una variante de esa mentalidad es que también es deseable éticamente cualquier acción que tenga como finalidad ahorrar el sufrimiento, y su contra: conseguir placer. Una manera de pensar que subyace en muchas personas que deciden no tener hijos, por ejemplo, para ahorrarles el sufrimiento que implica venir a este mundo… y si, de paso, en su concepto, contribuyen a detener la destrucción del planeta “miel sobre hojuelas”.

En el fondo se ha perdido el concepto clásico de dignidad humana explicitado por Kant con su célebre “nunca se puede tomar al ser humano como medio para algo, sino solo como un fin en sí mismo”. O, dicho de otro modo, que nunca habrá razones suficientes para tratar al ser humano como una cosa, un instrumento, como algo que sirve para algo.

De hecho, la dignidad humana vista desde el utilitarismo, puede ser descrita, simplemente, como una idea molesta, algo poco más que un obstáculo. Como escribe Javier Gomá en un libro titulado, precisamente, “Dignidad”: Este concepto “estorba a la comisión de iniquidades y vilezas, por supuesto, pero más interesante aún es que a veces estorba también el desarrollo de justas causas, como el progreso material y técnico, la rentabilidad económica y social, o la utilidad pública. Y este efecto molesto, entorpecedor y paralizante que muchas veces acompaña a la dignidad, que obliga a detenerse y pararse a pensar en ella, nos abre los ojos a la dignitas precisamente de aquellos que son estorbos porque no sirven, los inútiles, los sobrantes, que se hallan siempre amenazados por la lógica de una historia que avanzaría más rápido sin ellos”. Es la descripción de lo que un pensador contemporáneo ha llamado la cultura del descarte. 

La búsqueda de lo placentero, de lo útil, de lo inmediato, termina por hacer de los seres humanos -incluyéndose uno mismo- peldaños, piezas. Un modo de sentir que hace imposible comprender que las personas, sin excluirse uno, tienen un valor intrínseco y que hay actividades, cosas, discursos que valen no por los resultados que consiguen, sino por el enriquecimiento inmaterial (paz, orgullo del bueno, pertenencia, felicidad) que proporcionan a quienes los viven.

¡Todo lo contrario del popular “tanto vales, cuanto produces”!

Ingeniero/@carlosmayorare

TAGS:  Filosofía | Opinión

CATEGORIA:  Opinión | Editoriales

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