Dentro de las fiestas populares de origen religioso y cívico que salpican el calendario cada año, en cada pueblo, en cada villa, en cada ciudad de nuestro país, tienen especial importancia las fiestas patronales. Unas celebraciones que, al mismo tiempo que comparten notas de alegría popular con otras festividades, tienen una doble vertiente muy interesante: por un lado, su connotación religiosa, y por otro, su fuerte carga de afirmación de la pertenencia de las personas a una comunidad geográfica-política determinada.
En la semana que suelen durar se hacen presentes una amplia gama de elementos: el festivo popular; el folklórico-tradicional: gastronómico, músico, litúrgico propio (como la “Bajada” el 5 de agosto en San Salvador); el cívico; etc.
Además, en los días de fiesta se despliegan díadas muy interesantes, como por ejemplo la cotidianidad frente a lo extraordinario, el trabajo en contraste con el ocio, la tradición frente a la innovación, etc. En una palabra: el sentido de la fiesta como la ruptura de lo ordinario y la referencia a lo trascendental-comunitario.
Sin embargo, comer, bailar, comprar, ir a la feria,etc., no son las actividades más importantes; pues no hay que olvidar que se trata de una fiesta eminentemente religiosa, por lo que el fervor popular y la tradición se entreveran en las procesiones y los actos litúrgicos, al mismo tiempo que suelen ser ocasión de que los políticos intenten congraciarse con sus electores. Amén de que en la ciudad hay siempre personas auténticamente devotas, que rezan encomendando sus cuitas y afanes al Santo Patrono que se celebra.
De hecho, fiesta, religión y civismo son elementos siempre presentes en la cultura popular. Así, tal como narran los historiadores, la fiesta de la Transfiguración del Señor, instituida en 1457 en la Iglesia Universal por el Papa Calixto III para conmemorar la victoria de la cristiandad sobre los turcos otomanos en las afueras de Belgrado en agosto de 1456; en la villa de San Salvador se aunó desde 1528 (con apenas tres años de fundación de la población) con el desfile del pendón real por las calles de la villa. Una ceremonia que recordaba a todos los habitantes que eran —a mucha honra— súbditos de la Corona española.
Desde esos tiempos la Misa solemne, aunada con fiestas populares, tenía lugar el 6 de agosto de cada año para celebrar de la mejor manera al Salvador del Mundo en su Transfiguración. Pero no fue hasta finales del siglo XVIII, a raíz del terremoto que en 1776 asoló la ciudad, que por encargo del párroco de San Salvador se mandó a hacer una imagen procesional del Divino Salvador del Mundo, que pronto recibió el cariñoso mote de “Colocho”, siguiendo la tradición española de dirigirse a las imágenes con más devoción popular con sobrenombres populares.
Fue en el año 1811 cuando las fiestas patronales estaban organizadas por un comité de ciudadanos nombrados por la municipalidad, cuando por primera vez se representó la “Bajada” del Divino Salvador, para mostrar plásticamente la Transfiguración del Señor tal como se recoge en los evangelios. Desde entonces, cada 5 de agosto, el “Colocho” desfila por las calles de San Salvador con sus vestidos “normales” y al llegar al final de su recorrido “desaparece” de la vista de la muchedumbre dentro de una estructura ad hoc que actualmente mide unos doce metros de altura, para reaparecer “transfigurado”, vestido de un blanco impecable, entre el jolgorio de la gente.
Desde 1923, por acuerdo ejecutivo, el 6 de agosto es Feria Nacional, pues la celebración está dedicada al patrono del país. Y en San Salvador, la combinación de desfiles, procesiones, fiestas populares, eventos comerciales, el campo de la feria y los días de asueto, dan un sabor peculiar a estos días, que hace que los capitalinos disfrutemos de unas jornadas de descanso cargadas de tradición, desde hace casi quinientos años…
Ingeniero/@carlosmayorare