El Artículo 2 de la Ley General de Educación define: “La Educación Nacional deberá alcanzar los fines que al respecto señala la Constitución de la República: a) Lograr el desarrollo integral de la personalidad en su dimensión espiritual, moral y social; b) Contribuir a la construcción de una sociedad democrática más prospera, justa y humana; c) Inculcar el respeto a los derechos humanos y la observancia de los correspondientes deberes; d) Combatir todo espíritu de intolerancia y de odio; e) Conocer la realidad nacional e identificarse con los valores de la nacionalidad salvadoreña; y f) Propiciar la unidad del pueblo centroamericano.
Pese a la prescripción utópica de la ley, sabemos que la formación de ciudadanía depende también de otros dos factores fundamentales: a) la realidad familiar (los primeros maestros son los padres y madres); y b) la sociedad educadora (Francisco Cajiao), los entornos, la cultura, las relaciones sociales comunitarias, también son pedagógicas.
Considerando las estadísticas de homicidios, desaparecidos, migrantes, accidentes de tránsito; las cantidades industriales de basura y el deterioro del medioambiente; la conducta de nuestros políticos; la corrupción y la impunidad; entre otros factores, podemos concluir que algo está fallando en la formación de ciudadanía.
La formación de ciudadanos, desde la perspectiva ética, está muy bien enmarcada en los fines educativos del artículo citado al inicio; podríamos imaginar que estos fines están incluidos en diversos contenidos curriculares de los programas de estudio y que se enseñan de manera recurrente durante los once años de vida escolar. Pero algo no está funcionando…
Según estudios que hemos realizado en cárceles de El Salvador, la escolaridad promedio de los privados de libertad y de los pandilleros ronda los 6.8 grados, y un 21.9% de los encuestados habían culminado educación media; es decir, al menos complementaron los primeros dos ciclos de educación básica.
Podríamos afirmar que la formación en ciudadanía también es metodológicamente “ejemplificante”; los niños (as) y jóvenes repiten y aplican patrones de lo que observan en la cotidianidad; desde esta perspectiva, es muy común que estén enfrentados a experiencias dicotómicas: “hagan lo que yo digo, pero no lo que yo hago”, o bien, consumir a diario comportamientos inapropiados: las letras del reguetón, el lenguaje soez de sus familiares y amigos, el irrespeto a la ley de tránsito, la publicidad, el discurso infame de nuestra clase política, el tipo de juegos o las creencias y costumbres de la comunidad. Al final, todo educa, todo es pedagógico…
Al final, podemos yuxtaponer los conceptos de “ciudadanía y salvadoreñidad”, es decir, nuestra identidad ciudadana; y también descubrir que los comportamientos y conductas pueden ser condicionados por los entornos, institucionalidad e imperio de la ley. Cuentan las leyendas urbanas que los salvadoreños en Estados Unidos no tiran la basura en las calles, respetan las leyes de tránsito, son disciplinados, ahorran, se ayudan unos a otros, trabajan duro y les va muy bien.
Pero ¿qué sucede en nuestro entorno? ¿Por qué todo es más caótico, anárquico y confuso? Tenemos una institucionalidad débil, vulnerable, corrupta, laxa y temperamental; todo tiene su precio y es probablemente negociable; hacemos tercera fila en el tráfico y si alguien se descuida en la fila, con disimulo le quitamos el puesto; al policía le ofrecemos mordida; nos estacionamos en cualquier lugar prohibido o nos pasamos el semáforo en rojo y no hay consecuencias; apartamos puestos en las calles con conos o piedras y no pasa nada; hay conectes y compadrazgo para los trámites; el ser “buczo y cachero” supera lo ético y lo correcto; y ahí están los niños observando, aprendiendo y construyendo su ciudadanía…
¿Es valorada la educación? ¿Sirve de algo sacrificar tiempos y recursos para hacer un postgrado?¿Importa la meritocracia?... sólo basta observar a nuestra clase política, a nuestros principales líderes o referentes, a los grandes corruptos o evasores de impuestos, para descubrir que hay algo que no funciona bien y que siempre hay un atajo.
Los seres humanos somos muy proyectivos, tenemos referentes que jalonan nuestra cosmovisión; podríamos decir: “dime a quién admiras y te diré hacia dónde va tu vida”; y en los estudios de psicología social y antropología que hemos realizado se percibe una satisfacción vicariante distorsionada. Los jóvenes admiran lo irreal y sus modelos no son los mejores; sus héroes son los equivocados y los sistemas de pertenencia social son peligrosos o perversos; y las oportunidades de futuro o no existen o son de corto plazo, prevalece la inmediatez y un presente incierto.
Los centros educativos no permiten soñar ni imaginar; son recintos para satisfacer las necesidades pragmáticas de los padres y madres y un lugar en donde los docentes se ganan su salario. Hay que estudiar para ser alguien en la vida… ¿qué tipo de alguien?, o hay que estudiar por qué sí, sin mayor pertinencia y significado. Vamos a la escuela como parte de un ritual ancestral que se debe respetar y no discutir; aprender o realizarse es lo de menos, en todo caso la nota es lo que vale.
Pero ahora se agudiza la crisis con la transformación digital y las redes sociales; es un nuevo espejo de contrastes y el surgimientos de nuevas identidades, problemas y episodios, que redefinen el lugar de la ciudadanía: Ciudadanos digitales. Aparecen así, otras necesidades, capacidades, crisis y oportunidades. Emerge también el anonimato, los ciberdelitos y los linchamientos online.
Todo está cambiando, pero en el fondo siempre necesitaremos ciudadanos y detrás de cada pantalla móvil debería haber ciudadanos éticos y honrados. Es una tarea tan compleja como ineludible, y el sistema educativo y las familias deberán hacer un mayor esfuerzo.
Investigador Educativo/opicardo@asu.edu