Los altos funcionarios de Bukele están mejor callados que ante los micrófonos y las cámaras. Cuando intentan decir lo bien que camina el régimen, tropiezan con el disparate. Más les valdría dejar la propaganda en manos de los entendidos, especializados en vender productos. Los desaciertos de los funcionarios no contribuyen a aumentar la popularidad presidencial, al menos no entre quienes experimentan el ahogo económico, el abandono estatal y la inseguridad. El dilema confrontado por estos funcionarios es irresoluble. Pretenden informar convincentemente de cuánto bien hacen, pero al no decir verdad, se enredan y caen en la tontería. Ni informan, ni hacen buena propaganda. Escabullir la dureza de la realidad con afirmaciones falaces y contradictorias es tarea imposible.
El responsable de la seguridad pública sostiene que las extorsiones y las desapariciones disminuyen, pero los registros policiales, que se encuentran en su ministerio, indican lo contrario. En 2021, las extorsiones aumentaron en casi el 30 por ciento con respecto al año anterior. Las desapariciones muestran una tendencia similar. Recurrir a eufemismos como “ausencia voluntaria”, o relativizarlas diciendo que son un fenómeno mundial o que la mayoría son ajenas a “la actividad criminal”, es embuste desvergonzado. El funcionario no tiene palabra eficaz para aliviar la angustia de las víctimas. Al contrario, las agravia de nuevo. El desconcierto estadístico es obra de un régimen empeñado en disimular, por todos los medios, la incidencia de la violencia para afirmar el éxito de su plan de control territorial.
La contradicción de los funcionarios a la hora de explicar las razones para capturar y confiscar a uno de los buseros más poderosos es parte de la naturaleza del régimen. Unos lo acusan de elevar el valor del pasaje. Otros, de “resistencia agresiva” y de desórdenes públicos. Y, por si no bastara, de violar los términos de la concesión de las líneas. Por su lado, una nutrida comisión de diputados oficialistas, en plan presencia en el territorio, compareció en una de las zonas del gran San Salvador donde aparecen cadáveres desmembrados para verificar “el enorme éxito” del control territorial. Llegaron acompañados de gran despliegue con hora y media de retraso, pronunciaron sus discursos y se fueron tal como habían llegado. Casi inmediatamente después hubo un asesinato en las cercanías. En El Mozote se presentaron dos funcionarios para supuestamente hablar con las víctimas sobre las obras de infraestructura prometidas por Bukele. Al igual que los diputados, llegaron, discursearon y se fueron.
Estos no son más que algunos ejemplos recientes de la conducta de los funcionarios del régimen. El papel que este les ha asignado es triste y lastimoso. No pueden informar sobre lo que hacen, porque le restan protagonismo a Bukele. Solo les está permitido hablar de aquello que los manejadores de la publicidad presidencial les señalan. Lo que piensen, hagan o dejen de hacer es irrelevante. Su papel consiste en poner una cara conocida a la mente de quienes maniobran tras bambalinas. Más práctico sería que estos últimos dijeran por sí mismos lo que piensan y quieren. Quizás no lo hacen porque no son salvadoreños. Vergonzosamente, los altos funcionarios están sometidos a los dictados de venezolanos y de otros extranjeros.
El culto a la figura de Bukele, incompatible con la autonomía de la función pública y con la realidad, ha vuelto anárquico el discurso presidencial. Los funcionarios, por alto que sea su nivel, solo pueden enaltecer la imagen del mandatario. La comisaria presidencial los flanquea para recordarles a quién le han vendido el alma. La realidad no es tema de su discurso, porque implicaría hablar de expectativas y promesas insatisfechas. A eso se agrega la confusión mental de los directores de la escenografía presidencial, incapaces de articular sistemáticamente la información gubernamental. Su desorganización y su torpeza hacen que sus actores caigan en el desatino y la ridiculez.
Los conductores del espectáculo hacen un flaco servicio a la figura presidencial. Los funcionarios que ponen en escena no pueden dar cuenta de las expectativas y las promesas insatisfechas. La representación es tan monótona y anodina que ha comenzado a hastiar al público, que abandona silenciosamente las filas de los seguidores de Bukele. Los datos indican una deserción paulatina, pero constante. Los publicistas parecen haber agotado sus recursos, sin alcanzar sus metas. Las ventas y el consumo de su producto disminuyen. El hechizo de Bukele pierde poder de seducción. Tal vez por eso este ahora se dirige más al público angloparlante, pues en el nacional ya no se encuentra cómodo.
El precio en honestidad y en dignidad que los funcionarios de Bukele pagan por su lealtad es elevado. No debieran perder de vista que, cuando el escenario se resquebraje, los venezolanos que los manejan se irán. Si se aferran al puesto, están mejor callados.
Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.