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Sanos y leprosos

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Por Heriberto Herrera
sacerdote salesiano

En nuestros tiempos no nos asusta mucho la lepra. Habrá quienes sufren esa repugnante enfermedad pero, por suerte, están muy lejos. No es como el covid (al que también le estamos perdiendo el miedo). Hay enfermedades que siguen aterrorizando a la humanidad, pero, mientras se mantengan lejos de nuestro pequeño entorno, se vuelven una ligera amenaza.

En tiempos de Jesús, la lepra era considerada un castigo divino. Se suponía que el leproso habría cometido una barrabasada y la estaba pagando caro. Tan caro que era expulsado de la comunidad: un paria, un maldito de Dios. Si tenía la osadía de acercarse a los “sanos”, pues apedrearlo para que se alejara al despoblado.

Algo nos sucedió con los infectados por el covid en sus primeros tiempos. Había que encerrarlos y mantenerse alejados de ellos. Eran portadores de una extraña maldición.

A Jesús se le acercan nada menos que diez leprosos. La autoridad de entonces los expulsaba de la comunidad, y los pobrecitos debían agruparse entre sí para medio sobrevivir.

Jesús, como buen judío, hubiera debido ahuyentarlos, pues ponían en riesgo su salud y la de su comitiva. En ese tiempo se podía acudir a las pedradas, si la impertinencia de los leprosos pasaba de la raya.

Alguna noticia sobre ese famoso profeta llamado Jesús les habría llegado a los oídos de esos miserables que, aunque de lejos, se atreven a implorar a gritos su compasión.

Y sucede el milagro a distancia. Recobrada la salud, deben presentarse a la autoridad religiosa para recibir el certificado de sanidad y así poder reintegrarse a la vida civil.

Eran diez los curados por Jesús. Nueve de ellos habrán corrido a reintegrarse a sus familias y celebrar juntos su nueva realidad. Uno solo, para colmo poco religioso por ser samaritano, regresa donde Jesús para agradecerle por su nueva condición de hombre sano. Los otros nueve se olvidaron pronto del profeta y desaparecieron.

Esta anécdota la narra el evangelista Lucas no como una crónica curiosa de uno más de las muchas acciones impresionantes que Jesús realizaba a lo largo y ancho de Palestina.

Se trata de un texto vivo. Porque su protagonista – Jesús – sigue vivo y activo en nuestros caminos. Es un retazo de nuestra biografía. Un drama con final ¿feliz?

Sin pecar de atrevimiento, podemos identificarnos con el personaje Jesús y plantearnos algunas preguntas provocativas: ¿Cómo reaccionamos ante los leprosos de hoy con quienes tropezamos en el diario vivir? Vidas rotas, casos perdidos, leprosos del alma. ¿Los evitamos con asco, desprecio, miedo, arrugando la nariz? Entre más lejos, mejor.

¿O nos mueve la compasión y la ternura y nos animamos a echarles una mano amorosa, sanante para que se levanten y comiencen una vida nueva?

Jesús se dio a sí mismo una bella definición: He venido para que ustedes tengan vida, y vida en abundancia. ¿Generamos vida en nuestros entornos familiares, sociales, laborales?

El riesgo que corremos es que, por huir de los “leprosos” de hoy, nos enfermemos de una lepra mayor: la de creernos sanos. La realidad es cruda: todos somos pecadores, todos necesitamos el perdón sanante de Dios. Dice el dicho popular: No hay peor sordo que el que no quiere oír. Parafraseándolo, podemos decir: No hay peor enfermo que el que no quiere ser curado.

Alardear de sanos es la peor ceguera. Necesitamos del Médico. Y lo necesitaremos toda la vida. Las raíces del mal están bien arraigadas en los entresijos de nuestro corazón. Serán las manos amigas de Jesús las que nos capacitarán para ver, oír, caminar, resucitar… amar.

Para suerte nuestra, Jesús afirmó de sí mismo: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Siguiéndolo como discípulos, nuestra vida podrá reflejar la del Maestro. Y transmitir por contagio a nuestros débiles hermanos la abundante vida recibida.

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