Con la elección de Luiz Inácio Lula da Silva como presidente el año pasado, muchos pensaron que la democracia brasileña se protegería, sobre todo por la amenaza del populismo de derecha que representaba el entonces presidente Jair Bolsonaro.
Esa manera de pensar siempre era muy optimista. Después de todo, Lula había sido condenado y encarcelado por corrupción y salió de su celda, no por ser exonerado de sus crímenes, sino por tecnicismos legales. Brasil, durante el primer paso de Lula por el poder, se convirtió en una fiesta de corrupción que se exportó por toda la región. Pero por lo menos durante este segundo paso por el poder, Lula estaría limitado por una situación económica más débil y un Congreso de oposición.
De hecho, Lula ha tenido menos margen de maniobra con respecto a lo legislativo. Sin embargo, como pude confirmar durante una visita a Sao Paulo la semana pasada, la libertad de expresión y el Estado de derecho se están erosionando notablemente con la complicidad y la ayuda de Lula. En el camino, se han debilitado investigaciones a la corrupción como la de Lava Jato.
“Un hito sin precedentes en la jurisprudencia brasileña” –para usar las palabras de Diogo Costa del Instituto Millenium– ocurrió en el 2019, cuando la Corte Suprema decidió otorgar amplia autoridad a uno de sus miembros para tratar las ‘fake news’ y la desinformación que propaga la derecha y que supuestamente estaban desestabilizando la democracia.
Esto ha terminado siendo infinitamente más dañino a la democracia que el problema que intentaba resolver. Es así porque el juez encargado sirve simultáneamente como investigador, fiscal y magistrado en los casos que trata. Se ha borrado así la imparcialidad y el debido proceso en un sinfín de casos. Además del Estado de derecho, los opositores al gobierno y la misma libertad de expresión son las víctimas principales.
Costa observa que esto “ha generado efectos significativos, desde la retirada de contenidos digitales a la suspensión de cuentas en redes sociales de personalidades públicas y políticas, hasta actos más invasivos como confiscaciones y congelamiento de activos”.
Por ejemplo, en un chat de varios empresarios, el año pasado dos de ellos sugirieron que preferían un golpe de Estado a que regresara el partido de Lula. Este fue filtrado a la prensa y el juez Alexandre de Moraes de la Corte Suprema ordenó el allanamiento de la casa de ocho de los empresarios, el congelamiento de sus cuentas bancarias, acceso a su información financiera y digital, y la suspensión de algunas de sus cuentas en redes sociales.
En otros casos se han suspendido los pasaportes y las cuentas bancarias de periodistas brasileños en el extranjero; se ha silenciado y multado al podcast que probablemente fue el más popular del país por sugerir que el partido nazi debe ser protegido por el derecho a la libre expresión; se ha investigado a los ejecutivos de Google y Telegram por postear una crítica a una propuesta ley de ‘fake news’ y se les ha ordenado postear texto en apoyo de la propuesta; se ha removido a un miembro del Congreso que antes se encargaba de una investigación anticorrupción.
Todo ha ocurrido por decreto y sin juicio. El reconocido periodista Glenn Greenwald dice: “No puedo exagerar lo extremo y despótico que se ha vuelto el régimen de censura en Brasil”.
La Corte Suprema anuló recientemente el uso de todas las pruebas de corrupción obtenidas en la investigación a Odebrecht, mientras que los investigadores principales de Lava Jato son el blanco de ataques políticos. Tanto es así que la OCDE recientemente publicó un reporte en el que se preocupaba por la creciente impunidad en los casos de corrupción en Brasil.
Tristemente, los pilares de la democracia brasileña están en peligro.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 15 de noviembre de 2023.