En un parque infantil de Turquía, Emre, con el rostro tenso, llama a sus dos hijos para que vayan a la cama. Está preocupado. Siempre es al anochecer cuando se despiertan sus traumas, tras el terremoto de inicios de febrero.
“La noche del terremoto, fueron ellos los que me despertaron gritando de miedo antes de que las paredes de nuestro edificio cayeran sobre nosotros. Obviamente, todavía están conmocionados. Sobre todo el mayor, de cinco años. Entiende muy bien lo que es un terremoto. Y está alerta cada vez que hay un temblor”, cuenta. En la parte trasera del campamento, cinco profesores voluntarios han habilitado una zona para los niños. Allí organizan diversas actividades para distraerlos tras la catástrofe. Esta noche hay palomitas y una película.
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“Les permitimos conocerse y les ayudamos a expresar sus emociones mediante dibujos y juegos. Al principio, dibujaban sobre todo casas derruidas, caras sin expresión, sin sonrisas. Ahora también dibujan caras felices”, explica Züre, una profesora.
Los dibujos han cambiado, pero los problemas de sueño no mejorarán hasta que tengan una casa de verdad, según otro profesor: “Aquí no tienen una rutina. No saben qué hacer durante el día. No tienen cubiertas sus necesidades básicas, como agua limpia, ropa, comida cuando la necesitan...”, lamenta.
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Según la UNICEF, más de 5,4 millones de niños de la zona del terremoto corren el riesgo de desarrollar ansiedad, trastornos depresivos o postraumáticos.