Entre los 17 presos liberados el pasado miércoles en la noche, estaba Miguel, quien fue capturado arbitrariamente, según dice, a principios de mayo de 2022 por policías del puesto de Jayaque, en el departamento de La Libertad.
El pasado 17 de marzo, un juzgado especializado de San Salvador ordenó al director del penal de Mariona que lo pusiera en libertad, para que siguiera el proceso en su contra, bajo medidas alternas a la detención preventiva.
A pesar de la orden judicial, Miguel fue liberado doce días después, no obstante que el documento judicial indica claramente que “deje en inmediata libertad al indagado”, es decir, que durante ese lapso estuvo privado de libertad arbitrariamente por las autoridades del centro penal La Esperanza, comúnmente conocido como Mariona.
El caso de Miguel no es el único. De las 17 personas que el miércoles fueron puestas en libertad, se pudo comprobar que también habían estado diversa cantidad de días privadas de libertad ilegalmente, puesto que la fecha de la cartas de libertad eran con varios días de antelación.
Pensó que no debía temer… Y fue a parar al “infierno”
La tarde del 8 de mayo del año anterior, unos policías llegaron a preguntar por el cuñado de Miguel. Los escuchó hablar con su compañera de vida y él salió a ver de qué se trataba.
Cuando los policías lo vieron, inmediatamente procedieron a capturarlo por agrupaciones ilícitas. Asegura que recién regresaba de trabajar en una finca cafetera.
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Miguel había escuchado decir al presidente de la República que aquella persona que no debiera nada, que no perteneciera a pandillas, no debía temer al régimen de excepción. Atenido a eso es que salió a ver qué le estaban preguntando a su compañera de vida.
Ese error le costó ir a parar al “infierno” el mismo día de su captura, es decir, al centro penal de Izalco. Al llegar con decenas de capturados más, una valla de custodios los esperaban y les dieron la bienvenida al grito unísono de: “bienvenidos al infierno, hijos de la…”.
Si la cárcel de Izalco era el infierno, los custodios serían los demonios, dice Miguel, porque de entrada les comenzaron a repartir garrotazos con las macanas que portan de equipo.
Recuerda que uno de los reos se tropezó y de inmediato le cayeron cuatro o cinco custodios a darle garrotazos y patadas. Entre alaridos de dolor, el hombre les imploró que lo dejaran ponerse de pie.
De acuerdo con Miguel, los custodio del penal de Izalco se portaron como si no fueran seres humanos. Para ellos todos los que ingresaban eran pandilleros, lo cual no es así, afirma el hombre, de 24 años, jornalero y padre de tres menores de edad.
Murió vapuleado por custodios
Cuándo se le preguntó cómo fueron los meses que estuvo encerrado en Izalco, Miguel asegura que hubo gente que se enloqueció.
Recordó el caso de un joven que una madrugada se despertó y comenzó a gritar que quería salir de allí, que se quería ir.
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Una manada de custodios le cayó a garrotazos hasta dejarlo inmóvil. Después vieron que lo sacaron, supuestamente hacia un hospital. Al siguiente día se enteraron que había muerto.
Miguel no recuerda el nombre de ese recluso. Allí nadie se conoce por nombres, ni por nada. Son simplemente reos, sospechosos de ser miembros de pandillas.
Y así, recuerda que hubo varios casos de presos que eran vapuleados por los custodios, hasta por quitarse la camisa o por volver a ver a los guardias cuando estos hacían conteo de reclusos.
Cinco garrotazos o mil sentadillas son los castigos que Miguel más recuerda.
Los golpes los recibían de inmediato en tanto que con las sentadillas, a veces les daban la oportunidad de hacerlas de 50 en 50 o de cien en cien.
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Algunos reclusos, incluso, se enfermaban por las golpizas u otros castigos físicos. Le pasó a él, afirma.
Además del maltrato físico, también había que hacerle frente a la alimentación.
El día que llegó a Izalco no les dieron comida. Al segundo día solo les dieron una tortilla y un poco de frijoles en las manos. Al tercer día le dieron dos tiempos: frijoles sancochados (a veces duros), una tortilla o pan y café. A los cinco días ya les comenzaron a dar los tres tiempos.
Miguel cree que el régimen de excepción ha encarcelado a miles de inocentes.
“Nosotros hemos pagado el pato que otros comieron. Los pandilleros bien galán y nosotros, los que no debemos nada, hemos pagado por ellos. Eso no debería de ser así”, afirmó Miguel, quien agrega que adentro de las prisiones, las calamidades son tantas que hasta la comida, insípida y a veces arruinada, se volvía moneda de cambio.
Una porción de arroz a cambio de dos acetaminofén
Miguel estuvo los últimos cuatro meses en el penal de Mariona. De allí fue de donde salió en libertad, el miércoles anterior, aunque debieron sacarlo el 17 de marzo.
Durante los más de diez meses que estuvo en prisión, su familia nunca le llevó el llamado paquete, donde van artículos de limpieza personal, medicinas y vitaminas.
Por ello, cuando se enfermaba, para bajar las fiebres le tocaba comprar acetaminofén. Los presos cuyas familias les llevaban los paquetes le “vendían” dos por una porción de arroz.
También cuenta que le tocaba comprar el rollo de papel higiénico por cuota. Un rollo valía tres tortillas, pero como no podía aguantar mucha hambre, daba las dos del almuerzo y una de la cena.
La pieza de pan dulce también era moneda de cambio. Sin embargo, no siempre era así, porque algunos reos compartían con él al enterarse de que su familia no le llevaba el paquete.
“Uno a veces no valora la comida que tiene”, comenta Miguel, pero adentro de las prisiones no se desperdicia nada.
Los días en prisión para este obrero terminaron abruptamente así como llegó. Un miércoles en la mañana escuchó gritar su nombre. Le dijeron que iba en libertad. Él ya se lo presentía; unos diez días antes lo sometieron a una prueba de polígrafo en la que le hicieron cinco preguntas. Al final de la prueba, la mujer que se la hizo le dijo que estuviera pendiente, que pronto saldría a reunirse con su familia.
Y así fue. A las 11:00 de la noche llegó a su casa, después de dos horas de viaje desde El Penalito, en San Salvador, hasta una champa de lámina en medio de unos cafetales de un cantón de Chiltiupán.
- Para este artículo se usado el nombre de Miguel, para preservar la verdadera identidad, a pedido del liberado.