Con las capturas de un obispo y un sacerdote, la prohibición de procesiones y el cierre de emisoras cristianas, Daniel Ortega revive la persecución que libró contra la Iglesia Católica en 1980, al sólo llegar al poder tras derrocar a Anastasio Somoza en julio de 1979.
En ese entonces, la temida Seguridad del Estado capturó, torturó y hasta escarneció públicamente y expulsó a varios sacerdotes.
Presentes están aún en las mentes de los nicaragüenses cuando los sandinistas exhibieron desnudo al padre Bismark Carballo, Vicario Episcopal para los medios de comunicación social, en agosto de 1982. En seguida, los sandinistas cerraron la Radio Católica, que Carballo dirigía.
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Según investigaciones posteriores, la Seguridad del Estado hizo una trampa para desprestigiar a Carballo involucrándolo en una supuesta aventura con una agente incógnita que le urgía “asesoría espiritual”. Los agentes protagonistas de la trama terminaron confesando que era un montaje años después.
Los sandinistas lanzaron a sus “turbas divinas” contra la Iglesia, que asediaban templos y sedes eclesiásticas e intimidaban y amenazaban con linchar a sacerdote y fieles.
Todo esto sucedía después que la Iglesia Católica, mayoritaria en el país centroamericano, jugó un papel importante en el triunfo de la revolución sandinista con la participación de emblemáticos sacerdotes que llegaron a ser funcionarios, como el poeta Ernesto Cardenal, que fue nombrado ministro de Cultura, o Miguel D’Escoto Brokman, quien fue canciller.
Ortega y los sandinistas no tuvieron escrúpulo en atacar a la Iglesia porque se ufanaban de ser marxistas-leninistas, fervientes seguidores del modelo ateo de Fidel Castro y su revolución cubana, que aplastaron a la comunidad eclesial de la Isla y la condenaron a ser la “Iglesia del silencio” para sobrevivir.
A El Salvador llegaron varios sacerdotes a los que el régimen acusó de ser “sus enemigos”, entre ellos un piadoso clérigo de perenne rosario al que imputaron ser “ideólogo de la Contra”, la guerrilla que se armó contra la naciente dictadura.
Los atropellos chocaron entonces con la férrea condena del cardenal Miguel Obando y Bravo, Arzobispo de Managua, pero no cesaron. Los sandinistas espiaban abiertamente las comunicaciones entre los sacerdotes y hasta se daban el lujo de terciar abiertamente en las conversaciones telefónicas diciéndoles frases soeces (“cállate, hijuep…”) para que no se quejaran de la apremiante falta de alimentos o productos como el papel higiénico.
El Papa Juan Pablo II visitó Nicaragua en marzo de 1982 y amonestó públicamente a Ernesto Cardenal, quien arrodillado tuvo que escuchar la reprimenda, extensiva a sus colegas vinculados a la dictadura. Posteriormente fue suspendido como sacerdote por el Vaticano.
Cardenal murió en 2020, a los 95 años, ostentando nuevamente el estado clerical y siendo duro crítico del régimen de Ortega.
Las sanciones que le impuso el Gobierno de Estados Unidos y la economía de guerra que siguió el régimen sandinista llevaron al país a una mega-devaluación y a la ruina económica, al punto que un solo dólar llegó a costar millones de dólares, es decir, los nicaragüenses eran “pobres millonarios”.
Estos hechos no llevaron a Ortega a rectificar, sino que arreció la represión e incluso llegó al extremo de cerrar el diario La Prensa.
Este calvario se prolongó hasta 1990, cuando los nicaragüenses cansados de la locura revolucionaria derribaron del poder a Ortega en las elecciones que creía aseguradas, un trago amargo que el gobernante no pudo revertir.
Los nicaragüenses se han caracterizado por ser un pueblo muy tradicional y familiar, de mayoría católica, de tal manera que al atacar a la Iglesia en los 80 Ortega sólo fue poniéndole poco a poco los clavos al ataúd de su primer régimen.
En 2007, Ortega volvió a buscar el poder mostrándose como un exguerrillero maduro, incapaz de repetir errores y pidiendo perdón a quienes reprimió, entre ellos la Iglesia -hasta se casó por la Iglesia con Rosario Murillo-, lo cual quizá fue la razón de que los nicaragüenses le hayan dado el triunfo en las elecciones.
Pero el único error que Ortega parece no querer repetir es el hecho de ablandar su régimen policiaco, volver a confiarse y no “asegurar” en su favor la vía electoral.
Por eso no tuvo escrúpulos para mandar a apresar a todos los nicaragüenses notables e intelectuales que pudieran ser candidatos frente a los cuales no tendría la mínima posibilidad de ganar en una contienda limpia.
Mientras más se le vincula a chamanes y a sectores protestantes, al orteguismo parece no importarle herir la herencia de fe que caracteriza a los nicaragüenses, expulsando a sus pastores y prohibiendo procesiones de la Virgen de Fátima, de las cuales teme que pueda estallar una revolución de los espíritus y las conciencias que dé al traste con su régimen como las que en silencio impulsó el Papa Juan Pablo II en Europa y llevaron a la caída del comunismo en 1990.