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Crónica médica

María Candelaria quería creer que estaba en un mal sueño. Amarrada contra la mesa, no podía liberarse del dolor más grande que había experimentado en su existencia. Lo había gritado, sin efectos. “¿Por qué, Dios, me haces esto? ¿Por qué vine aquí?”, pensaba. Recordó cuando le decía a su hija que no quería operarse, que era una hernia vieja igual a la de su madre, quien la había conservado hasta su muerte a los 90 años. Pero cedió, por darle gusto a su hija.

Por Mirella Schoenenberg de Wollants
Nutrióloga y abogada

Fue un alarido desgarrador que arrastraba dolor, rabia e impotencia, asustando a cuantos lo escucharon. Salió de las profundidades cavernosas con toda la fuerza posible alcanzando la cima del estremecimiento, para decaer lentamente y con menguado poder, hasta volver a introducirse dentro del sitio de donde provenía: el cuerpo de María Candelaria Alfaro.


En ese justo momento, la anestesista Yanira usó, con fuerza, la Máscara Venturi como tapón para la boca y nariz de María Candelaria, en un afán, no de proveerle oxígeno, sino de acallar otro alarido espeluznante que nuevamente le erizara los pelos y los de sus compañeros de sala de operaciones.


Ayudada por una enfermera, Yanira sujetaba la cabeza de María Candelaria y con la otra mano presionaba la mascarilla contra la cara, para que no se moviera, y permitiera que la cirugía se llevara a cabo, rápidamente y sin complicaciones visibles. Yanira evadía mirar, a través de la máscara, los ojos desmesuradamente abiertos y asustados de la mujer, para no sentir más angustia. Sintió el sudor recorrer su espalda: “¡Por favor, apúrense!”, dijo.

Apuraba a los doctores Mario y Alfredo, residentes de Cirugía de 3º. y 2º. Años, respectivamente, quienes alarmados, reparaban la hernia inguinal de María Candelaria, sin comprender el motivo del alarido. “¿Que no está anestesiada?”, preguntó Mario, mientras miraba el interior del área inguinal a través de la herida quirúrgica que había creado, buscando vasos sanguíneos para cauterizar: “Alfredo, aspirá aquí, ponete buzo con la sangre, que no miro. Señorita Yanira, ¿qué pasa?”, preguntó.


“Nada doctor, déle, apúrese”, respondió, aparentando calma, deseando que todo terminara en un abrir y cerrar de ojos, quería irse ya a otro hospital, a su siguiente turno de 6:00 pm a 7:00 am del día siguiente, lejos de ese lugar, lejos de esa paciente complicada… para echar un sueñito a las 2:00 am escondida en el closet de materiales… y olvidar todo… “No se preocupe, doctor…todo está bien…usted siga”, dijo.


—¿Ya vio la frecuencia cardíaca de la señora? Está subiendo ¿Ya vio que está en 102?” — preguntó Mario, advirtiendo chorros de sudor sobre su espalda y muslos.


— Cierto, doctor —Yanira quiso que el piso se abriera y la tragara.

— Señorita Rosalba —llamó a una enfermera— vaya a llamar al Dr. Carlos, por favor, ¡apúrese!


Rosalba salió aprisa. Carlos era el anestesiólogo que supervisaba en ese turno a 6 anestesistas, cada una trabajando en una sala de operaciones. Yanira revisó el suero colocado en el brazo de María Candelaria, notó fría su piel. Sus gritos ahogados, dentro de la mascarilla, cada vez eran menos y más débiles. Frecuencia cardíaca: 152/minuto…


María Candelaria quería creer que estaba en un mal sueño. Amarrada contra la mesa, no podía liberarse del dolor más grande que había experimentado en su existencia. Lo había gritado, sin efectos. “¿Por qué, Dios, me haces esto? ¿Por qué vine aquí?”, pensaba. Recordó cuando le decía a su hija que no quería operarse, que era una hernia vieja igual a la de su madre, quien la había conservado hasta su muerte a los 90 años. Pero cedió, por darle gusto a su hija. Presintió que no la vería nuevamente, conteniendo el llanto en su garganta…se sintió más débil…supo que se iba…se dejó llevar dentro de un túnel donde el dolor desapareció, percibiendo amor….


“Dios mío ¿qué pasa?”, se decía Yanira, pues el tensiómetro marcó 172/125 mmHg… “Señor, ayúdame… ¿qué he hecho?”… el monitor cardíaco en ese momento marcó 196 latidos/min. Yanira sintió su propio corazón golpeando sus costillas con fuerza inusual.


Carlos sintió temor al advertir la taquicardia de la paciente y su estado aletargado, no propio de una paciente que ha recibido anestesia general para una cirugía mayor.

—Enséñeme el expediente— pidió a la anestesista—. ¿Qué le aplicó?


—Lo de siempre doctor….lo de siempre…— respondió, intentando parecer segura.

—La sangre se ha puesto oscura, Carlos…esto es hipoxia….— casi gritó Mario—. ¡Hombre! ¡Hagan algo! ¡Que esta señora está a punto de hacer paro! ¡¿Que no ven!?— reclamó con ira mientras iba suturando la herida, cerrando la cavidad.


—Tranquilo, Camilo…— A manera de broma, Carlos contestó, en un afán de aplacar el nerviosismo del cirujano, mientras revisaba las pupilas de María Candelaria.


—Tranquilo vos— refutó Mario, con evidente tosquedad. La broma no había hecho efecto .


—Mejor decime cuánto marca el oxímetro de pulso.


——No marca nada nada porque en esta sala y en todas las demás no hay oxímetros desde hace seis años.
El sonido de alarma del monitor cardíaco empezó a oírse. Una mueca de miedo desfiguró el rostro de Yanira. El corazón de María Candelaria dejó de latir. La gráfica del monitor mostró una línea recta.

Carlos, confundido pero consciente de que debía mantener calma y actitud profesional que transmitiera seguridad al equipo, dijo: “Llamen a Código 1, iniciemos maniobras de resucitación. Mario, termine ya”.


—Ya terminé —respondió el cirujano, rubicundo, sudoroso y ansioso, mientras con Alfredo cubrían la herida operatoria. Repasó mentalmente cada paso que había dado tratando de detectar algún error: nada. Se escuchó en parlantes: “Código 1…Código 1 en sala de operaciones 5…”. El equipo de anestesiología junto con otros médicos trataba de resucitar a María Candelaria. Mario y Alfredo elevaron sus pensamientos hacia la Divinidad pidiéndole que salvara a la paciente.


“Dios mío…no puede ser…”, pensó Carlos al revisar detalladamente las ampollas de medicamentos suministradas a la paciente. Las ampollas de Fentanilo, usadas para anestesiar a María Candelaria, eran distintas a las que él conocía. “Estas no son Fentanilo”, se dijo.


Dos horas después de haber completado el formulario de defunción de María Candelaria y enviado a Alfredo a dar la noticia a los familiares, el galeno se había quedado en la sala 5, sentado sobre un taburete, revisando el expediente y meditando sobre la causa real de la muerte. Aún agitado, con exabruptas palpitaciones cardíacas, buscó el basurero del recinto.


Vació su contenido sobre el suelo. Se colocó un par de guantes quirúrgicos y revisó, encontrando 2 ampollas rotas sin su contenido. Ambas con viñeta fácil de desprender: “Fentanilo 2 cc” se leía. Carlos lo supo: eran de adrenalina.
Como no iba a saberlo él, 24 años de ser anestesiólogo yvivir con esas ampollas, manoseándolas, agitándolas, quebrándolas con la presión de sus dedos: “Le quitaron la viñeta a las ampollas de adrenalina y les pegaron viñetas de Fentanilo. Por eso eran diferentes a las de siempre”. “Yanira suministró adrenalina, por eso murió la señora”, concluyó. Se mesó los cabellos con ambas manos, apesadumbrado, imaginando el impactante y mortal dolor que María Candelaria habría sufrido junto con la taquicardia que hizo reventar su corazón. Muerte por tortura.


Mientras, en las afueras del hospital, un empleado de limpieza entregaba, con discreción, varias ampollas de Fentanilo a una mujer que sonreía, para luego encaminarse hacia la salida del nosocomio, pensando en la gran cantidad de dinero que le darían por ellas. (Un relato de la vida real, de un hecho de 2015. Los nombres se han cambiado).

Médica, Nutrióloga y Abogada
mirellawollants2014@gmail.com

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