Murió un amigo y dolió. Ni siquiera un amigo mío, sino de mi esposa Daniela, pero me dolió. No tanto porque fuera un gran artista, un bailarín y coreógrafo que va a dejar un vacío. Me dolió porque él fue parte de la historia, de la esencia de Daniela. Se encontraron en Chilpancingo/Guerrero, ella exiliada de su país, El Salvador, a las puertas de una larga noche de represión y guerra; él exiliado de su natal Ecuador en similares convulsiones. Ambos jóvenes soñadores, que a través de la danza querían abonar a la lucha de América Latina por su emancipación. Se juntaron y fundaron, como parte del movimiento universitario de Guerrero, a Barro Rojo, un grupo que todavía hoy es referente de la danza contemporánea mexicana.
Barro Rojo surgió en la miseria, sin recursos, como parte de la nueva izquierda latinoamericana. Arturo Garrido y Daniela Heredia fueron los que tenían escuela como bailarines, pero el gran talento de Arturo, aparte de bailar como pájaro libre, fue la enseñanza, la motivación, la dirección, la coreografía. Toda una generación de bailarines han sido alumnos de Arturo, ‘El Flaco’. Primero en Barro Rojo, que en pocos meses de haber nacido ganó el Premio Nacional de Danza, luego en incontables proyectos, escuelas y grupos, al final en San Luis Potosí.
Los caminos de Arturo y Daniela se separaron. Ella se fue para Estados Unidos para estudiar cine, él se quedó bailando. Cuando yo la conocí en Los Ángeles y luego en New York, ella recién llegada como mojada, yo de paso para conseguir fondos para la guerrilla salvadoreña, me habló siempre de Arturo, de todo lo que habían vivido y creado juntos. También de Serafín, Laura, Alejandra, y los demás miembros de Barro Rojo. Yo entendí que su crecimiento como artista en este grupo, con estos personajes, fue lo que había formado a la mujer que tuve enfrente y de la cual me enamoré.
Muy pocas veces, Daniela tuvo oportunidad de reconectar con los de Barro Rojo, pero nunca perdió el lazo. No hay amistades tan sólidas como las que uno forja en los años de su formación como persona y como profesional, en este caso como artistas. Arturo y Barro Rojo vinieron a New York, y todos, Daniela y ellos, se dieron cuenta que, aun separados, seguían unidos por el mismo sueño. Yo no conocí a Arturo porque andaba en El Salvador en asuntos de la guerra.
Daniela volvió a encontrarse con Arturo y Barro Rojo en México, luego de la guerra. Aunque estos encuentros eran escasos, ella siempre estaba pendiente de sus carreras, sus batallas, sus triunfos. Serafín nos visitó en nuestra casa en Suchitoto, pasamos un genial fin de año, lleno de recuerdos, pero también de planes y sueños. Y los dos, Serafín y Daniela, siempre hablaron de Arturo, su hermano, el Ñaño, el Flaco. Me di cuenta del vínculo que los unía.
Daniela dejó la danza y se dedicó a otras artes: el video, el diseño gráfico, la curaduría de exposiciones, la cocina. Arturo siguió bailando y formando bailarines en San Luis Potosí. Serafín en Guerrero. Barro Rojo sigue bailando, porque Laura asumió la tarea de conducirlo a nuevos horizontes, con nuevos bailarines. Todos sus fundadores quedaron conectados, un poco por redes sociales, pero principalmente por esas conexiones místicas entre amigos que en el fondo son inseparables.
Ahora que Arturo murió, Daniela tuvo el impulso de ir a San Luis Potosí, junto con Serafín y Laura, para estar con Alejandra, la compañera de Barro Rojo y de Arturo. Le dolió no poder ir a despedirse del Flaco y abrazar a sus almas hermanas..
Vimos en Facebook Live la ceremonia de despedida a Arturo, en el teatro de San Luis Potosí. Fue como estar ahí, con los artistas que aplaudieron a uno de sus mejores.
A volar, Arturo. Paolo Luers