Marta y Mauricio eran una pareja con una imagen conyugal modélica. En las reuniones sociales todos admiraban y envidiaban su relación. Nunca se les veía discutir; parecían estar siempre de acuerdo, y si podía existir razón para un conflicto, inmediatamente parecía abortarse por si sola. En casa la situación era diferente. Muy frecuentemente sus tres hijos eran testigos de fuertes pleitos que no se quedaban sólo en discusiones acaloradas por diferentes cuestiones, sino que solían incluir insultos, descalificaciones y hasta humillaciones. Claro, no lo hacían en público; únicamente frente a los hijos. Estos tal vez hacían algún tímido gesto de desaprobación, como diciendo «¡otra vez!», y luego permanecían callados, tristes. A veces se iban a su cuarto; a veces lloraban; a veces ya no podían dormir. Esa tristeza en los hijos ya empezaba a hacerse crónica, y contrastaba con la aparente armonía conyugal en sociedad. Un día, en una reunión social en la que precisamente se estaba elogiando la armonía de la pareja, fue el pequeño de los tres quien aclaró las cosas, y con la inconsciencia propia de su edad gritó: «¿Y los pleitos que tienen en la casa a cada rato, que ni nos dejan dormir?». Todos quedaros callados; no hubo comentarios; no eran necesarios.
El conflicto es algo inherente a la relación entre seres humanos, especialmente cuando los intereses comunes son tan grandes como lo son en el matrimonio. Es irreal la imagen del «matrimonio perfecto» en el que no hay conflicto; lo que sí sucede a veces es que se reprime por una o las dos partes, para que no haya pleito, pero el conflicto, de todos modos, no desaparece por ello; ahí queda latente, oculto, minando desde dentro la relación conyugal y familiar; es como echar la basura debajo de la alfombra. Tampoco es positivo para los hijos, porque aprenden una falsa realidad de la relación humana.
Pero que los conflictos degeneren en pleitos conyugales, que es lo más común, pone igualmente de manifiesto la incapacidad para resolverlos racionalmente, y, sobre todo si incluyen insultos, descalificaciones o humillaciones, deterioran gravemente la relación familiar. Pero el efecto más grave, probablemente, es sobre los hijos; esas personitas que suelen estar ahí como espectadores y testigos de lo que pasa, y que en el momento del pleito no son para nosotros más que simples muebles, de los que ni nos preocupamos por el impacto que el pleito pueda tener en ellos.
Pensamos tal vez que nuestros pleitos son para ellos como los suyos para nosotros, es decir, simplemente molestos. Pero la realidad es otra. Ellos sufren los pleitos conyugales con enorme dolor, como un golpe que pone en peligro la estabilidad de su vida, que es su familia. Las consecuencias más comunes son la tristeza, la depresión, la baja autoestima, la disminución del rendimiento escolar, el desinterés por las cosas, etc, que en la adolescencia pueden traducirse en deseos de escapar, y en ideas de suicidio. Los conflictos no deben esconderse, y no hay problema en que los hijos sean testigos de ellos, siempre que se manejen adecuadamente; les será útil en su vida. Pero si el conflicto tiene que degenerar en pleito irracional, no debe ser en presencia de ellos.