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Lito

Pierde la medicina salvadoreña a uno de sus más destacados representantes.

Por Jorge Alejandro Castrillo
Psicólogo

Lo conocí durante una fugaz entrevista, año 1988, que sostuvimos en el espacioso despacho de su hermana, contiguo al suyo. Condujo él la entrevista en su estilo vivaz y jovial, lo que me permitió observar desde ese primer contacto su cara rectangular enmarcada por orejas de lóbulos muy grandes, casi tanto como amplios eran los marcos de los lentes que siempre usaba. La entrevista fue rápida, cuatro o cinco preguntas: si conocía de pruebas psicométricas, que cuáles sabía administrar, cuál era mi experiencia con niños, con el ámbito escolar, con el ámbito clínico y si estaría dispuesto a trabajar allí. Que le gustaría que empezara desde la próxima semana: su hermana se había ido recientemente y él necesitaba con frecuencia evaluaciones psicológicas confiables. Acepté inmediatamente, in pectore, con algunas dudas. Durante medio año no me cobró alquiler. Ingenuo como soy, creí que por deferencia a mi padre, a quien él admiró genuinamente. Pasados los años me confesaría que, de esa forma, si no le gustaba mi trabajo, le sería más fácil sacarme de allí.  Pero no solo no me sacó de allí, sino que trabajamos estupendamente por muchos años desde aquella fugaz entrevista. Su “cartera de clientes” era impresionante, su bien ganada fama de excelente profesional se había extendido por todo el país y a la región centroamericana. Al Hospital de Niños “Benjamín Bloom” dedicó mucho de su tiempo y mejores años. Miles de infantes y niños tuvieron la suerte de haber sido atendidos por él y cientos de médicos habrán aprovechado de sus conocimientos, buena voluntad y disposición para atender y enseñar. Con toda justicia, se le conocía como Padre de la Neurología Pediátrica en El Salvador pues fue no sólo el primero con tal especialidad, sino formador de quienes han venido luego de él. Su consulta siempre estuvo rebosante de personas que lo esperaban: atendía desde casos urgentes (no quiere usted ser padre o madre de un bebé que presente convulsiones tónico–clónicas) o muy complicados (síndromes altamente raros) hasta la frecuente y entonces novedosa entidad de la hiperactividad o déficit atencional.

 

En la actualidad, el Síndrome de Déficit Atencional con Hiperactividad (ADHD, por sus siglas en inglés) está bastante bien estudiado y documentado. Pero en aquellos lejanos años ochenta, cuando el mundo todavía usaba categorías como Daño Orgánico, Daño Cerebral, Disfunción Cerebral Mínima, Retraso Mental y muchas otras etiquetas más directas y menos “políticamente correctas”, la labor del Dr. Rafael García Castro en el diagnóstico y tratamiento de dicha condición debe ser reconocida como vanguardista. La rehabilitación integral y las instituciones públicas y privadas que a ello se dedican también le deben gran parte del respeto que han ganado ante la población.

 

En ese tiempo de práctica conjunta, aprendí con él lo que no me habría enseñado ninguna materia en la universidad. Dueño de una impresionante memoria y de una sólida formación e inteligencia médica, tuve la oportunidad de verlo diagnosticar síndromes altamente infrecuentes. “Es que nosotros realmente estudiamos Medicina, así con mayúscula, y mientras estuve en Glasgow me dediqué a estudiar especialmente esos síndromes raros”, me respondió cuando le pregunté, a la salida de la entrevista conjunta que habíamos tenido con los padres de un niño, qué lo hacía estar tan seguro de su diagnóstico. La respuesta no me extrañó. Yo ya había advertido que, para completar sus diagnósticos, aplicaba incluso algunas de las pruebas que suelen ser empleadas en el ámbito de mi profesión.  Los niños pequeños usualmente no gustan de visitar al médico porque lo asocian a los pinchazos de las vacunas, pero a sus pacientitos Lito lo adoraban.

 

Con Lito confirmé, a las malas, lo que Mincho me había enseñado allá por 1987: la amistad debe prevalecer a pesar de tener opiniones muy opuestas sobre temas personales importantes. Diferíamos radicalmente -él lo sabía bien porque se lo dije varias veces- con algunas decisiones que tomó y comportamientos que adoptó, pero también sabía bien que éramos amigos.

 

La noticia de su dominguera muerte me llegó mientras gozaba de la placidez del lago que él amaba. Su hijo nos llamó mientras hacíamos una larga sobremesa del tardío y suculento desayuno que nos habíamos regalado. Ni camisa blanca ni corbata negra tenía allí para ponerme. De mi rito personal de duelo, podía acudir solo la botella del negro y longevo caminante que habíamos abierto la noche anterior. “Necesito un whiskey” dije en voz alta, recordando que en algún lugar del mundo ya serían las doce del día como él mismo solía decir cuando quería apurar un tempranero vodka. “Adelante” contestó el amable anfitrión quien, junto con su juiciosa y tierna esposa, también conocieron de cerca los últimos años de la vida del doctor. Me lo serví doble en las rocas para ayudarme a tragar y digerir la noticia.

 

Esa misma noche junté fuerzas para llamar a Florencia, Gabriela y Nelson, sus hijos, y al otro doliente, también santaneco de origen y médico de profesión con quien compartió residencia estos últimos años.  Me serví otro doble, vertí en el desagüe los restos de la botella del vodka que sólo él tomaba y que quedó en casa esperándolo para cuando nos acompañaba a almorzar, preparé la camisa blanca y el traje y la corbata negros para el día siguiente. Pierde la medicina salvadoreña a uno de sus más destacados representantes. Quiera Dios concederle el descanso eterno.

 

Psicólogo

psicastrillo@gmail.com

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Opinión Pediatras Psicología

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