Varados -en un extraño “exoplaneta” del espacio profundo- a los tripulantes de “Ícaro” sólo nos quedaban dos alternativas: La primera -que esperábamos tomar- era intentar regresar a nuestro devastado planeta con un lejano mensaje de esperanza. Pero ello era casi imposible. Habíamos perdido el vuelo de nuestra gloria. Como al mismo mitológico Ícaro que –queriendo volar al sol— se le quemaron las alas. De emprender el largo viaje seguramente moriríamos, pues la nave no estaba en condiciones de volver a nuestro distante mundo azul con quien habíamos perdido toda comunicación. Varados en medio de la nada –si al infinito océano universal se le podía llamar “nada”—sólo nos quedaba una segunda alternativa: quedarnos y plantar nuestra especie y sobrevivir en aquel lejano asteroide. El mismo que no registraban los mapas de la astrofísica. Observamos nuestras manos vacías aquel insólito amanecer. Nosotros, expulsados de nuestro perdido Paraíso por comer del fruto de la sabiduría. No la del espíritu, sino la perversa “sabiduría” de la guerra hacia Natura y a los demás seres humanos que la habitábamos. La tormenta del holocausto nuclear había quedado atrás. (III)