Esperando a la amada ausente, el porteño trovador volvía a consultar al vidente sobre ella y el desvanecido idilio de su viaje. El adivino miraba a lontananza, diciendo “No sé nada” y luego desaparecía. Al igual que la palmípeda de un amanecer, que luego de amar se desvaneciera ante sus ojos. Siempre libre, buscando algún lugar en el oriente. La quiso en verdad, cuidó su anhelo, le sanó el alma y la herida, volvió al estero y luego se le fue… Así de vagabunda, alzó vuelo, volviéndose hacia él por un instante, antes de emprender viaje hacia el ignorado lugar de su entelequia. Pese a reconocer su ausencia, el pescador siguió esperándola en su delirio. “Allá en los peñascos del recuerdo y la añoranza volveré a estar con ella” -decía al viento errante. El esperado regreso de la blanca viajera era del mismo color de aquel acuarelado mar. “¡Dame mi sueño y te devuelvo el camino!” repetía nuevamente al amor ausente. Pero su súplica era en vano. Veía volver algunas gavinas sobrevolando las mareas. Pero ninguna era ella. Y así quedó en la dorada playa, desnudo de amor y lejanías. Como suele ocurrir con los hombres del mar. (VII) (De: “El Mar de las Leyendas” C.B.)
“¡Devuélveme la estrella y te daré tu vuelo mejor!”
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