El pescador cantor recordaba aquel antiguo mar de su aventura: “Estábamos un día mi sombra y yo sobre los riscos, dijo mirando al mar. Sin gavinas viajeras ni veleros de niebla dibujando su destino. Con la mirada fija en algún lugar del horizonte allá. Mirando sin mirar, el futuro en los velámenes del viento o en el fulgor de las lunas crecientes. Seguíamos, pues, mi niebla y yo, atisbando las mareas de plomo, frío y tempestad. Un instante antes o después de la felicidad. Yo y mi alma éramos uno solo, viendo la vida más allá de la vida. En el presagio de la nada -del ser y no ser- seguíamos esperando el ansiado volver de un amor desde la lejanía.” Recordaba a “Gaviota” -como le llamó a su amada ausente- desde el primer momento que vio su oceánido mirar. Allá en las arenas de cuarzo de un remoto puerto de pescadores. Surgida de las aguas, le preguntó si venía de un viaje o de un naufragio y ella calló, sin responderle. Luego fueron a su cabaña de palma y soledad para curarle una herida que ocultaba bajo la blusa. Después la ungió con bálsamo de la India -que guardaba de los bosques de las serranías- las cuales también miraban al océano. “Esta perfumada resina cura también las heridas de amor” -dijo a la mujer. Ella sonrió, derramando sobre sus mejillas la perla marina de una lágrima. (II) (De: “El Mar de las Leyendas” C.B.)
La gaviota enamorada
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