“Soy todos los hombres y ninguno. O sea, Dios” -dijo el emperador romano Cayo Calígula- cuando elevó su reino de poder y gloria en la llanura de la historia. Aunque creyéndose un dios (el “Homo Deus”) como todos los hombres pasó. Como todos y ninguno pudo ser eterno. Es decir, no era Dios, el innombrable. Fue sólo todos los dioses y a la vez ninguno. Su dios desconocido era él mismo. Por ello ni fue Dios, ni hombre, ni rey inmortal. Porque era todo y nada a la vez: La ilusión desconocida. Santa Teresa –por su parte- habla de que todos -hasta una hormiguita- traemos una misión que cumplir en el mundo. El mundo cercano y lejano a la vez, que descubrió en el camino largo y alumbrado de su iniciación. Si Dios era más cercano que su propio cuerpo, el mundo perdía importancia entonces, al quedar aún más lejano de ella. Al fin de cuentas Cayo Calígula y la carmelita descalza, anduvieron en el mundo, buscando igualmente su auto realización. Uno de ellos, siendo todos los hombres y ninguno a la vez -como una humana metamorfosis de hombre a Dios, y de hombre a ilusión. La otra piadosa, sirviendo a Dios y al mundo con dulce humildad. Hormiguita o sierva, no le importó. Al fin ella era también todas las ilusiones y ninguna. Era acaso, la humilde ilusión de Dios.
Calígula: todos los hombres y ninguno
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