“Nada es real”. Por tanto, “no hay nada de qué preocuparse” -como dijera el célebre y pacifista cantor John Lennon. Sólo quedan en algún lugar del universo y del ser, los campos de fresa eternamente frutecidos. En ese apartado paraíso de los eternos fresales de la feliz inocencia. Campos del alma humana. De arbustos fugaces cuyo fruto dulce y rojo, simula la forma del corazón humano: herible, dulce y suave de su piel. Que a pesar que le muerdes sangra dulzura en tus labios. Que te devuelve miel por cada corte y brota almíbar cada vez que le hiere la existencia. El verdadero amor: la fruta del eterno fresal. La que da su miel cada vez que sangra. ¡Que tus campos eternos de fresones, sigan creciendo allá en lontananza de tu anhelo! Sí al fin todo es ilusión, porque todo mañana pasará. Entonces no hay “por qué” preocuparnos. Será sólo la vida que nos habrá dejado atrás. Tan sólo quedarán en ti los sembradíos de fresa, eternamente verdes y heridos de la fábula. Lo demás del mundo -que es tristeza, miseria, dolor y vanidad- tan sólo volverán a ser parte de la breve ilusión de ser humanos. De ser hombres yermos o dulces fresales de una eterna promesa en la llanura.
El fruto herido de la dulzura
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