Una de las paradojas sociales más grandes a la que nos enfrentamos, es a la expectativa de tantos y tantas de vivir una vida sin sufrimiento ni dolor, y la realidad que nos muestra que, a fin de cuentas, es imposible.
Allí está la COVID recientemente superada, el terror irracional que para muchos presenta el cambio climático (un terror más fundamentado en la incapacidad para lograr cambios, que en los efectos directos del clima), y el temor que suscita algo tan natural e inevitable como el envejecimiento y su inseparable decadencia de la salud.
Todo esto hace que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Occidente se debata entre expectativas muy halagüeñas y realidades muy crudas.
Ante esto, es frecuente que algunas personas se parapeten en el pasado y piensen regresar a tiempos mejores, que es lo propio de algunos conservadores nostálgicos; mientras que otros -progresistas- quieran cambiar todo (todo) de golpe, pensando que el futuro siempre será mejor que el presente.
Esto no es nuevo. Ya escribía Agustín de Hipona en el final del siglo IV, mientras el Imperio Romano se caía a pedazos: “¿Por qué has de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor que los actuales? Desde el primer Adán hasta el Adán de hoy, esta es la perspectiva humana: trabajo y sudor, espinas y cardos. ¿Se ha desencadenado sobre nosotros algún diluvio? ¿Hemos tenido aquellos difíciles tiempos de hambre y de guerras? Precisamente nos lo refiere la historia para que nos abstengamos de protestar contra Dios en los tiempos actuales. ¡Qué tiempos tan terribles fueron aquellos! ¿Nos hace temblar el solo hecho de escucharlos o leerlos? Así es que tenemos más motivos para alegrarnos de vivir en este tiempo que quejarnos de él”.
Y… tiene razón. Quizá buena parte del pesimismo actual tiene que ver con el simple desconocimiento de la historia. Pero hay más. También obedece a un optimismo ilimitado en el progreso humano, que fue y sigue siendo destruido por la realidad que nos dice que por mucho que avancemos en ciencia, en tecnología, siempre habrá zonas de lo real reacias a ser dominadas por la voluntad humana.
En resumen: la experiencia del fracaso y la conciencia de la propia limitación, en un mundo en el que se exalta el éxito y la capacidad personal para competir, y que termina en hacer a las personas demasiado dependientes de la opinión de los demás… llevan a muchos y muchas al desánimo, si no al cinismo.
A esto hay que añadirle lo que el Papa Francisco explica en la última línea de su último escrito, cuando concluye que “un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo”; simple y sencillamente porque está muy lejos de la omnipotencia que en algún caso le ha mentirosamente infundido la tecnología y su dominio (parcial) de la realidad creada.
Parecería que el modelo darwinista, basado en la selección natural y en la supervivencia del más fuerte, no solo no ha pasado de moda, sino que está más saludable que nunca modelando nuestra existencia a partir de la idea fundamental que postula que vivir tiene valor solo si se es “exitoso”, “triunfador”. Pues ¡cómo no! Cada uno es el creador de su propio valor. Tanto en cuanto logre no solo adaptarse, sino superar la lucha de todos contra todos en que consiste la vida social.
Ahora bien ¿hay alguna alternativa a esa concepción del hombre y de la vida social? Siempre la ha habido, pero ahora, por contraste y rebeldía, está surgiendo quizá con más fuerza. Su concepción se remonta a más o menos trescientos años antes de Jesucristo y fue acuñada por Aristóteles con una palabra griega (eudaimonia) que en los tiempos que corren se traduce por “florecimiento humano”, o simplemente, “felicidad”.
Pero de ello, hablaremos más adelante.
Ingeniero/@carlosmayorare