Se le veía en las calles del barrio, emitiendo el zumbido de un auto viejo y sin porvenir. Era “Carrito” el loco, como nave al garete sin brújula ni estrella. En medio de su demencia -o por el anhelo de poseer un automóvil- se creía un coche de los años cincuenta. Y andaba de aquí a allá, como errante vagón de la locura y la ilusión motriz. La gente se reía y se burlaba de él, al verle siempre caminar en “sentido contrario” de la cordura y de la suerte. Los años pasaron y nadie volvió a saber de aquel gracioso demente vial del destino. Que de vagar y vagar nunca llegó a ningún lugar. Se perdió por allá en las autopistas desiertas de la vida. Como se pierden los fantasmas parias de la urbe perdida. Sin luces ni timonel, cual carro a la deriva, se ganaba la vida –si es que eso era vida- de la limosna del vecindario o de hacer mandados o encomiendas. Perdido en lontananza, nadie quizá nadie le recuerde. Nos asustaba a los chiquillos del barrio, pero era un loco inofensivo. De esos seres sin rostro, licencia de conducir, dicha ni fortuna. Quizá murió en algún desfiladero o tomó el largo camino del adiós de hombre y de coche. Entre tanto, la urbe estruendosa quedó de pronto en silencio y el viajero sin carromato se perdió de vista. Como otros locos urbanos que también se fueron de paso. Cuando el semáforo en verde les dio vía libre hacia el olvido.
Recordando a "Carrito", el loco del barrio
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